Siento
especial empatía por el barbero de mi niñez. Eso me ocurre desde pequeño,
cuando iba a pelarme. Mi padre tenía seis hijas y siete hijos. Cuando me tocaba
el turno, me mandaba a la barbería para que me arreglara el pelo. A mí me
gustaba ir a la barbería solo, porque, a mis nueve años, era como ser un
“hombrecete”. Me encantaba ver un jilguero en una jaula que cantaba todo el
tiempo. Y también me gustaba que el barbero me dijera: “Siéntate en el taburete
alto; agacha un poquito la cabeza; no te muevas, que no te corto la oreja; si
te pican los pelos, me lo dices; tienes los pelos tiesos, te los voy a mojar un
poquito…” Yo lo veía por el espejo y le
hablaba en esa dirección, pero él se colocaba detrás de mí y hablaba con el
espejo. Su cara bondadosa me daba confianza, y cuando me picaban los pelos que
deslizaban por el cuello, no protestaba. Se llamaba Siles, pero todos le
decíamos “El barbero”.
Siles
tenía la barbería en la Alameda de la
Cruz, donde jugábamos los niños por la tarde, en la misma casa donde sigue
estando la barbería actual o muy cerca de ella. En la barbería se hablaba de
todo y muchas personas iban a informarse de lo que había pasado el día
anterior. La ocupación del barbero era
muy amplia, desde afeitar, cortar el cabello y hacer el peinado, hasta dar las
noticias del día. Era como un lugar social, de información y de discusión
pública, porque allí todo el mundo se sentía con derecho a protestar del
Ayuntamiento. También formaba la identidad masculina, porque Siles decía: ”Las
niñas van a la peluquería, y los niños a la barbería”.
El
barbero desempeñaba, además, otras funciones: tenía que barrer cada vez que
acababa el servicio de un cliente; cogía la escoba para que no se acumularan
los pelos en el suelo; vendía colonias, tintes, champúes, pomadas y otros productos.
Muchas personas mayores se afeitaban la barba cada tres o cuatro días. Siempre
había gente esperando o leyendo el periódico. A veces, a Siles, que ya era
mayor, se le iba la mano y le hacía sangre al cliente con la navaja. Entonces
cogía una piedrecita y la pasaba varias veces por el corte y se paraba la
sangre. Era como una piedra milagrosa. Siles decía: “Nada, ya está curado”
Después he sabido que era una piedra volcánica y esponjosa que cortaba la
sangre. También era sacamuelas, porque en el pueblo no había cirujano y el
médico consentía que Siles sacara las muelas o hiciera curaciones menores. Lo
hacía con gran habilidad y le daba un enjuague al paciente para la sangre y el
dolor.
Pero
su principal habilidad estaba en cortar el pelo. Pasaba el peine y cortaba el
cabello todo por igual con gran agilidad. Hacía sonar las tijeras con rapidez, abriéndola
y cerrándola como si fuera un instrumento músical. Después le preguntaba al cliente
si quería el corte a la moda o “como siempre”. Los jóvenes pedían la moda, pero
los mayores decían: “Como siempre”. En la repisa del espejo había tarros de
perfume, de brillantina y de laca, llenos y vacíos.
Un
día fui a pelarme, pero la puerta de la barbería estaba cerrada. Me resultó
raro y triste, porque la barbería era lo primero que se abría cada día, de
lunes a sábado. Un papel pegado en la puerta decía: “Cerrado por defunción”. Le
pregunté a un hombre: ¿Qué es eso?”. “Es que se ha muerto la mujer de Siles”.
Fui al otro día y Siles daba compasión. Estaba muy triste y no me decía nada. Ni
siquiera cantaba el jilguero. Yo estaba deseando que terminara cuanto antes,
porque aquella no era mi barbería, ni Siles mi barbero.
JUAN LEIVA
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