jueves, 25 de diciembre de 2008

EL PAVO DE NAVIDAD - 1ª PARTE


A mi madre no le dieron el premio de familia numerosa porque en aquellos tiempos para que a uno le dieran algo tenía que tener de todo. Mi madre era peluquera, madre de familia, esposa a la antigua, es decir sufrida y paciente y para sacar adelante a tanto churumbel con dignidad y aseo, tuvo que pegar muchos tijeretazos, calentar muchas cabezas, aguantar mucha historia pilífera y otras cosas que ahora no vienen a cuento…
Algunas personas, debido a las especiales características de la época le remuneraban con dinero, otras dejaban fiado y otras le pagaban en especias... así que siempre había por ahí algo que cobrar...
Algunas veces era una gallina, una caja de papas... un par de melones, los presentes de una matanza..., algo, y cuando no lo había, pues eso, no lo había y tan contentos... a dormir ligeritos que de buenas cenas están las sepulturas llenas… con decir que algunas personas no tomaban aceite nada mas que cuando le daban los “santos óleos”...
Mi madre era de las que creían que el mundo era bueno, que el “personal” en general era bueno, ella era una persona de talento y por eso no pensaba que los demás eran como en realidad eran... un tanto estúpidos y miserables, por eso fiaba, prestaba e incluso sufría humillaciones cuando alguna del pueblo, venía de otra peluquería a arreglarse la cabeza que se la habían puesto como el moño de una loca. Su trabajo consistía en aguantar, lavar cabezas, peinar, recortar y sólo una vez pensamos en hacernos ricos; cuando aprendimos, todos, a hacer postizos para taparle las calvas a algunas clientas... ¡la de noches que me tiraba yo bajo la luz del flexo dándoles puntadas a los pelos para que me saliera fino y guapetón el mechón! Se cobraba lo que se cobraba, un precio fijo más los extras, pero no eran muchas personas las que daban el dinerito constante y sonante. Así que nos bandeábamos como podíamos... pero hubo un año en el que una buena señora, llevada por esa generosidad que caracteriza a las personas de campo se ofreció a hacernos un “buen regalo por navidad”. Todos pensamos que se nos iban a venir encima como mínimo, con una caja de polvorones del DIVINO SALVADOR u otra golosina parecida, porque con lo que le daban a mi padre, municipal, como aguinaldo, en la esquina de la Alameda, no teníamos ni para la Noche Buena... Vino, una botella de Calisay, eso fue una novedad un año, jamás mi padre había bebido ese brebaje, una botella de coñac y tres o cuatro kilos de naranjas... también es verdad que en otro, en el reparto de los municipales, nos tocó un melón... que dicho así de pronto, nos traía buenos augurios. Ya se sabe: quien come melón en enero nunca le falta el dinero...
Mi padre se encargaba de comprar la caja de polvorones porque traía el calendario que era muy importante por aquel entonces para medir los tiempos y sobre todo las fiestas de guardar en cuyas vísperas trabajaba mi madre más que en los días de los santos ordinarios.
Un día apareció una buena mujer que respondía al nombre de Belén que a cambio de los arreglos, estaba dispuesta a hacernos un regalo y para ser mas concreto: un pavo.
Esta buena mujer, la que estaba dispuesta a regalarnos el pavo, llevada sin duda por un repentino fervor, cariño o pena y viendo a veces que teníamos que esperar a que mi madre terminara de arreglar a alguien para ponernos el plato y la cuchara, allá por el mes de agosto, apareció por casa con un pavito de esos que vendían en la Plaza de Abastos a tres pesetas y que se te morían a los dos días. Aquel pavito era blanco, pequeño, desaliñado y como todos los pavos...tontorrones…pero se le veían buenas hechuras…eso fue el precio del arreglo capilar…la mujer con el pavo en la caja de zapatos no dejaba de hablar glorias benditas del animal, pero mi madre tuvo que ponerse seria y decir que allí no entraba una boca más, que bastante tenía con tapar las que ya ella había traído al mundo, como para tener que dedicarse al pavo, y que si quería, se llevara el pavo y se lo trajera cuando estuviera en edad de cortarle el pescuezo y de merecer los elogios navideños. La señora se fue y como es natural no pagó, pero eso si, se llevó el pavo en la caja, bajo el brazo, con un tanto de mosqueo por su parte. Aparecía de vez en cuando y no pagaba nunca, porque decía, que el pavo iba para arriba aunque nosotros íbamos cada vez más para abajo...pero, eso sí, con la esperanza de tener algún día al pavo en cuestión bajo nuestro total dominio cucharero.
Pasaba el tiempo y nosotros ya estábamos mosqueados porque el pavo no daba señales de vida, tanto más cuando ya estaban llevando los pavos liados en las “aljofifas” para los regalos que la gente del pueblo le hacían a los de capital...médicos, maestros...boticarios, curas...en fin...a personas de respeto y autoridad.
Se acercaba la navidad, esa fiesta tan familiar, juguetona, panderetera y buñuelera, y la buena señora vino a arreglarse como cada temporada en mi casa. Las clientas de mi madre eran fijas, y nos habló de las excelencias y de la hermosura del pavo que se había criado con cigarrones, yerbas tiernas de albinas, caracoles “burgaos” y algún que otro pienso de maíz. A los de casa se nos encendieron los ojos, ¡pavo para Navidad!...y que cuando quisiera fuera a recogerlo...Pensábamos que como a la señora la había obligado mi madre a llevarse el pavo debajo del brazo, ésta, en justa compensación, querría que fuéramos por él, a la suya.
Todos nos peleamos por ir por el animal, todos queríamos ver el pavo en su estado natural...en contacto con la naturaleza alcalaína, con las fuentes, con los arroyos, con el aire fresco, con la lentisquina roja y morada en jugueteo con las gotas de agua fresca, de la lluvia recién caída, el sabor medio amargo de la acebuchina...un acontecimiento de esas características no se daba todos los días... y después de deliberar mucho, mi madre me eligió a mí, como representante familiar y portador de los valores eternos de mi familia para tal suceso portátil. Yo quise que mi hermano Pedro me acompañara para darle un sentido mas corporativista al evento y así ir iniciándolo en los trabajos domésticos, puesto que hasta entonces, mi susodicho hermano Pedro, sólo se había dedicado a “jugar a la casita” haciendo de padrino de los muñecos, eso si, yo llevaría la responsabilidad del tema como correspondía al primogénito de la familia.
Mi hermano Pedro siempre ha sido de chico una especie de pavo pequeño...por eso los animales siempre se les han dado muy bien, y sobre todo el ganado bravo...de mayor siempre se ha tratado con toreros o semi toreros...dice que llegó a conocer a Lagartijo, yo creo que este evento jamás llegó a realizarse, al menos no figura en las crónicas que obran en mi poder. A no ser que se refiera a un tal Manolo que ahora en su nueva afición toreril le ha dado por llamarse “Lagartijo Colino”, aunque yo creo que eso es sólo una broma, vamos, que no es verdad.
Él tiene esa fantasía que no sé de donde le sale y a algunos de sus amigos le pone el nombre de toreros, incluso se empeñó un año en que Corrales, el del bar de la Alameda, tomase la alternativa y le convencía en sus ratos etílicos, tras el mostrador, y a voces desde el cuarto de baño o desde el fondo de algunos de los salones del bar, en que éste si toreara, saludara a los toros al salir de los toriles, con unos capotazos que él llamó “corraleros” y que su señora, como madrina, bautizaría a otro pase por detrás como “el pase de doña Paca”.
De allí, en una mañana de Diciembre, donde el aire pegaba de fresco a frescachón; tempranito, salimos hacia el cortijo de la buena señora, cuando el grajo volaba muy bajo, sinónimo de que el frío era notable, rascándonos los sabañones de las orejas y parte de los pies, camino del ranchito de la buena señora, “donante pavera”, distante del pueblo, unos cinco kilómetros, poca cosa, para unos críos que estaban acostumbrados a recorrerse el pueblo tres o cuatro veces al día con sus juegos... ranchito que estaba cerca de los Santos, un poco mas allá para ser exactos. Íbamos contentos y felices con la mirada puesta en el horizonte gris del otoño que empezaba ya a darnos las frías ventiscas del invierno y el pensamiento puesto en el pavo...siguiendo el camino que nos llevaba a Belén, o mejor, a su campo. Llevábamos la “ajofaifa” para liarlo si necesario fuere, e incluso hasta una caña para conducir al animal al sacrificio pascual, si se dejaba.
Ya lo he dicho, hacia frío y llegamos allí, pasado el medio día…y cuando la mujer después de darnos un trozo de pan con morcilla que nos supo a gloria (la gloria tiene que ser algo riquísimo) nos llevó al “gallinero” para enseñarnos el pavo que con tanto misterio había cuidado la buena de la señora. El pavo no era un pavo... aquello era un “mazacote” de animal que pesaba, echándole kilos sobre unos veinticinco, que traducido al argot campero son más o menos unas doce arrobas y media. Sabiendo que la arroba castellana son once kilogramos y medio.
“El animalito” estaba en un corral de paredes altas y nos miraba con cara de curiosidad. Sus compañeros se arremolinaban en una esquina del recinto, mientras el pavo, nuestro presunto pavo, se paseaba de un lado a otro como un senador romano esperando echar a alguien a los leones. De vez en cuando miraba a alguna pava y esta se echaba a temblar. Ya la historia ha demostrado que entre los pavos hay muchos piques. Los demás animales...los perros, un gato y algún que otro burro dulcificaban su molicie en el aire puro de la mañana y disfrutaban de la luz del blanquecino sol que se filtraba entre el resquebrajado vaho de los primeros suspiros del invierno.
Era el sol como un guante suave de ceniza clara que se sentaba brillante en los charcos del río donde el agua se remansa cristalina.
El pavo al principio parecía buena “gente” pero tenía, entre otros muchos, el defecto de estar “empicado” a embestir como los becerros bravos…seguramente por haberse criado entre animales destinados al lucimiento de los espectáculos de tauromaquias. Cosa muy frecuente en las ganaderías que se precien...
Nosotros, jóvenes varones, ateridos por el frío y por el miedo al animal...no sabíamos qué hacer, y menos mal, que el buen señor, esposo de la dadivosa señora, agarró el pavo por el pescuezo y en un momento de descuido, lo amarró a modo de cochino por una pata y dijo; ¡EA, ahí lo tenéis! El animal, no se puede decir que era cuatreño, porque no lo era, sabíamos que tenía solo cuatro meses, pero sí podemos decir sin error en el término que era cuatrimestral, y que era de unas dimensiones tan descomunales que hasta al mismísimo Hércules (el de los trabajos y los días, no lo confundamos con el héroe moderno de las novelas de Ághata Christie) hubiese tenido dificultades para poner orden en aquella situación.
El pavo amarrado por una pata, parecía que estaba un tanto tranquilo al principio, y así se quedó hasta que embistió al dueño y le hizo saltar el olivo, que en este caso era una padereta de piedras. Pero ¿quién dijo miedo? Así como barriga llena alaba a Dios, nos encomendamos a nuestros patronos más próximos y les dijimos: SANTOS TARCISIO Y PANCRACIO, DANOS LA FORTALEZA NECESARIA PARA LLEVAR ESTE PAVO A ALCALA, COMO PROCEDE, PARA ALEGRARNOS LA NAVIDAD.
Mira por donde, nuestras oraciones fueron oídas. El pavo se vino abajo, entendió el mensaje o se apiadó de nosotros, el caso es que con un “guruguru” que hizo temblar el cielo empezó a andar detrás de mi hermano Pedro que lo llevaba agarrado por la pata derecha para ser más exacto, como un tierno corderillo. Y es que no hay nada como decir las oraciones en su momento y en su justo punto, yo le seguía con la caña al hombro tarareando cancioncillas infantiles para distraer al pavo y evitarle traumas.
Mi hermano Pedro tiraba, yo tiraba y por fin el pavo se dio cuenta de que tenía que colaborar porque de lo contrario íbamos a hacer el ridículo...los tres.
El pavo le cogió cariño a mi hermano Pedro y este le seguía como un perrillo. Hasta le hacia gorgoritos… He de recalcar de nuevo que mi hermano Pedro tiene una mano especial para los animales y sobre todo si estos están rellenos de pajaritos...
¡Qué escena más idílica! En las estampitas de mi primera comunión figuraba el niño Jesús, portando en sus infantiles y tiernos hombros un manso corderillo. Ese día llevábamos en nuestra compañía un hermoso pavo que nos aclararía la voz para seguir cantando sus alabanzas. Es decir... las del Niño Jesús.
El pavo estaba como Francisco Rojas (Pilón) antes de perder los treinta kilos últimos.
¡Qué paciencia infantil mostró mi hermano y de qué modo sacó todos sus hábiles encantos para conducir como un experto pavero el pavo a través de los prados y recovecos del camino! ¡Cómo le hablaba, cómo le dirigía miradas cómplices!!Cómo le mostraba confianza y de vez en cuando se sacaba de su bolsillo un pedacito de pan y se lo entregaba como a un perrillo faldero mientras yo contemplaba a los dos, pavo y hermano, en tan tierna y bucólica escena. Cruzamos, cantarinos y alegres, por la pasada del Barbate, cuando ya el sol estaba intentando dejarse ir camino de Cádiz. Mi hermano le recitaba poesías infantiles mientras yo miraba el paisaje y me iba dando cuenta de que a poco que mi hermano se lo propusiera podría ser uno de los más finos paveros del pueblo. Veía a mi hermano como al yegüero oficial del pueblo, pero en pavo, recogiendo los pavos de todo el pueblo a la caída del sol y llevándoselos a los predios y cañadas de los alrededores del Barbate, para su engorde.
El pavo parecía por las palabras de mi hermano que iba reconociendo cada lugar del camino por su nombre, “aquí bebieron y corretearon los hijos del viento del Rey Gazul”, “ahí pastaban las gacelas traídas de Mauritania por un primo de Boabdil”, “allá se celebraban torneos para demostrarle a las damas el valor de los caballeros árabes”, “en aquellos acebuchales anidaban las garcillas del sultán”... y “acullá, en esa pasaba del río tan placentera y calma, algún día, ¡Oh tú!, pavo tridimensional, será colocada una placa en honor de Nuestra sin par Patrona la Virgen de los Santos”. El pavo iba como Fernando Toscano, nuestro erudito historiador, cuando se pone en plan cultural, con todos los sentidos puestos en las palabras de mi hermano y éste le recordaba, al pavo, no a Fernando, que gracias a los jesuitas, él estaba hoy entre nosotros disfrutando de la paz y tranquilidad que el pueblo de Alcalá muestra a todos y a cada uno de sus visitantes. Si no, estaría allí, en un país de indios, para vergüenza de los nativos y de él mismo. E incluso aquí en Alcalá, a través de la amistad de un familiar de mi hermano lo podrían hacer pregonero de las fiestas del pueblo. Gente más torpe y más atrevida se habían subido a la tarima y...después le darían un pienso de “CATI” de los que Juan el de la Tabernilla vendía.
Entre tirones del pavo, cañazos para que no se volviera, repeticiones de la morcilla, estábamos más reventados que un cargador del SANTO ENTIERRO después de haber subido la cuesta de San José y haberse pegado “unos cuantos latigazos” en un bar de la Alameda.
El pavo iba en principio, con estas conversaciones que mi hermano le prodigaba, yo diría, que hasta contento.
Eran las seis de la tarde y aún andábamos nosotros cerca del Puente Viejo arreando al pavo que cada vez tenía más lengua fuera, menos ganas de andar y mucho menos de conversación cultural, que también tanta cultura cansa, y más, si ésta es “oficial y de lo mismo” Eso sí, culturalmente mi hermano Pedro lo tenía como si lo fuera a preparar para un examen de ingreso de los de antes, el pavo se sabía media geografía e historia de Alcalá, solo le faltaba saberse la lista de los reyes godos y estaba mi hermano dispuesto a empezársela, pero yo, inteligente, prudente y callado, le dije, por favor, Pedro, si haces eso, el pavo puede perder sabor... no lo sometas a ese sacrificio. Sé que lo haces por su bien, pero a veces “una mentira piadosa” hace que el pavo sepa más a pavo.
Pero él, cabezón como todos los criados en los linderos de LA CORACHA y haciendo bueno aquello de que mis antepasados, por parte de padre, fueron conquistadores de la MUY NOBLE LEAL E ILUSTRE CIUDAD DE ALCALA DE LOS GAZULES, empezó a remontarse, almanaque atrás, y sin encomendarse ni a Dios ni a la virgen, que hubiese sido lo suyo, cosa rara en él, niño piadoso “do” los hubiera, respirando fuerte y tomándose de chupetón el néctar de unos vinagrillos que ya amarilleaban por el filo de la embarradas veredas, se
dispuso a comenzar:
Todo se remonta, pavo amado... (A estas alturas mi hermano ya había cogido con el pavo tal confianza que lo único que le faltaba era jugar a las canicas con él y lo de pavo amado lo dijo para que el gallináceo creyese que en dos minutos el erudito e infantil Pedro le iba a dar una lección de esas que los docentes llaman “ocasionales” donde se aprovecha la oportunidad del momento para sacar una moraleja o enseñanza práctica para el discente. En este caso, discente pavero.)
Corría el año del 414, después de la venida al mundo de Nuestro Divino Salvador, cuya fiesta tan dignamente celebraremos en honor a ti, éste año con un tal Ataúlfo (410-415) que fue el primero de una larga dinastía de reyes, como si mi abuelo Pedro hubiese sido el primero de los Guerras, pues mas o menos, empezó la genealogía de los Reyes Godos. A este tal Ataulfo, se lo cargaron en Barcelona, que no es mal sitio para morir, pero no deja de ser molesto, dos años después tomó el trono Segérico (415) y ese mismo año también cayó, sólo reinó nueve días. No le dio tiempo ni de hacerse el traje. Después le siguió un tal Walia (415-418), que falleció en Tolosa de donde son las famosas tortas de manteca. Este duró tres años de una subida de colesterol. Le siguieron Gunderico y su hermano Genserico pero como eran unos hijos ilegítimos, pues no cuentan. El pavo cuando oyó de mi hermano lo de ilegítimo volvió el pescuezo como queriendo entender algo mas por lo que mi hermano tuvo que explicarle que sus madres eran unas mujeres de mala reputación y que lo más semejante, para que lo entendiera bien eran las gallinas. El pavo pareció entender perfectamente la observación...
Teodoredo es mi preferido, murió luchando contra el ejército de Atila, rey de los Hunos, azote de Dios y de la cristiandad. Dios le premió con un reinado largo, lo hizo durante treinta y un año en el 451. De Turismundo no te digo nada, se lo cargó su hermano Teodorico en el 453. Después hubo otro Teodorico... ¿no quieres caldo...?... pues, dos tazas y también la palmó. Se lo cargó su hermano Eurico.
El pavo iba pensando... ¡¡qué familia!!. Éste Eurico se lo montó bien y duró dieciséis años. A Alarico se lo cargó Clodoveo, que no tiene nada que ver con Clodoveo Clodoquiero, ese era otro, que murió en Francia peleando con los gabachos en una sangrienta batalla. ¿Familia tuya? dijo el pavo. No, mi familia es Jobacho, le respondió el erudito Pedro. Gabachos son los franchutes. El pavo atendía como si fuera un universitario en espera de recibir su graduación. Este reinó veintitrés años.
En el 506, Gesaleico, otro hermano bastardo de Amalarico, le quitó la corona a su hermano hasta que se murió. El pavo bostezó, buscando un momento de respiro porque mi hermano Pedro, estaba y estaba, dándole la “vara” al pavo y el animal, se diga lo que se diga, estaba haciendo alarde de una paciencia digna del Santo Job (que la verdad es un santo que está de “matute” en el santoral. Mi hermano Manolo, el que te da con la caña, me lo ha dicho. Él es un tío que sabe de Iglesias y dice que Cristo nos redimió por delante y por detrás, pero no sé muy bien que es lo que quiere decir con eso. El pavo parecía que le entendía todo y si hubiese podido hablar le hubiese dicho, seguro... pues dile que se meta la caña por donde quiera que me tiene ya el lomo fraccionado de tanto golpecito con la jodída caña.
Mi historiador pavero me lanzó una tierna mirada y yo entendí de inmediato su deseo, y el del pavo, y así se hizo y me coloqué la caña a modo de garrota sobre los hombros y así seguimos oyendo el pavo y yo, las magníficas historias que mi hermano lanzaba por su boquita de piñonate histórico.
Después de todo, Amalarico murió en una batalla contra Childerberto, otro francés, después de veinte años de reinado. Esto fue en el 534. Tu aún no habías nacido le dijo mi hermano al pavo para llamar un poco su atención. Después vino Teudis que también fue matado. El que creo que tú podrías haber conocido seria a Teusidelo que murió en Sevilla, este cogía unas borracheras terribles y duró poco. Aquí debo aplicar una moraleja “bebe moderadamente”. La verdad es que el vino de aquella época no debía ser muy bueno. Después le siguió Agila que lo mataron en Mérida cuando recorría la Ruta de la Plata por un tal Atanagildo, después de cuatro años de reinado. Atanagildo murió en Toledo y duró más de lo que dura una carrera de cura. Liuva 1º, el que heredó la corona, gobernaba la Galia gótica y nombró como compañero de reinado a su hermano Leovigildo y le dijo a su hermano: “Ahí te quedas con el reino y con toas tus casta” mas o menos... Esta frase no es rigurosamente histórica, es una pequeña licencia debida a la corta edad de mi hermano y a su parquedad en algunas expresiones. Allí murió el pobre hombre, en paz. Leovigildo murió en el año 585, después de dieciséis años de reinado y le siguió Recaredo, el católico, buena persona. Le siguió Liuva que fue asesinado por Viterico. ¡Joder, dijo el pavo... con menuda gentuza te juntas tú! ¿Hay en Alcalá alguna de esas gentes?...Bueno, quedan algunos. Pero ya no se matan entre ellos ahora sólo se muerden... y ¿quedan muchos amigotes tuyos como estos? Preguntó el pavo con un “guruguru” que fue interpretado por mi hermano como una pregunta un tanto expresiva, como dando a entender que el pavo ya estaba un poco harto de tanto rey godo. Aún quedan más. Si supieras lo bien que nos lo hemos pasado en el colegio aprendiéndonos los nombres de toda esta buena gente y cómo el maestro nos estimulaba ”regleta en mano”, para que nos entraran en nuestras duras molleras los nombres de estos bien amados reyes españoles. O cuando nos ponía nuestro amado profesor los dedos en manojitos y nos soltaba un reglazo que se nos entumecían nuestros tiernos e infantiles deditos. Cómo nos levantaba en volandas, agarrándonos de las patillas en ese estado místico que nos producía un placer extraordinario y todo para que nuestras duras entendederas se fueran empapando de sabiduría y de cultura general, mas de cultura general que de sabiduría. ¡Ay cómo un niño un día se frotó las manos con ajos para repeler el dolor y cómo el dilecto enseñante, oliéndose la tostada, le “zurriagó” por la espalda como a una vulgar acémila!. ¡Toma ajos picados...!
Continuará...
Manuel Guerra Martínez

lunes, 22 de diciembre de 2008

FOTOS PARA EL RECUERDO





Venida de la Virgen de los Santos a Alcalá de los Gazules el 13 de mayo de 2006




miércoles, 17 de diciembre de 2008

EMPIEZA LA NAVIDAD



Actividades organizadas por las diferentes delegaciones del Ilmo. Ayuntamiento de Alcalá de los Gazules.

lunes, 15 de diciembre de 2008

Children of the Fifties

Through the big window I watched the rain falling. Everything was grey and miserable. The glass was misted up and everything appeared gloomy, melancholy ... as if time was standing still. When it rained, it really rained. The birds took shelter under the eaves or under some broken roof slate. In the street, all I could see was a string of donkeys, accompanied by their master, completely wrapped up in heavy plastic capes.

We waited, fed-up, for the rain to clear up so that we could go outside again and take over the street. There, we had no rivals. These days the streets belong to motor vehicles – not so then. While waiting for the rain to allow us back into the street, our territory, I thought about the “sacamanteca men” [bogeymen] – I never understood that. How could it be possible that human beings would go round extracting the blood of children so they could sell it later? No, I couldn’t get my head round that. Did these men not have children? How could they possibly kill a little child who had never harmed anyone? Apparently, these fearful beings came from “beyond the compass”, or behind the “Lario”. They were places where children of our age could not go alone. How scary! They terrified us with those stories. We were also told that in some houses of the “Lario” there were ghosts. They wore white sheets and moved without feet, as if flying through the air . There were witches too ...

They were our ghosts, our fears; it was a way of defining our boundaries and clipping our wings. Because the street was our whole world.

Almost all of us managed to keep our self-respect, even with our much-mended clothes, darned and patched. We didn’t have luxuries or designer labels, but we kept our dignity during that post-war period.

And so we went out into our streets, which seemed to us much bigger then, and we managed to improvise a football pitch. Our footballs were not made of leather or hide, but were just paper or rags tied up with string. Yes, they lasted the afternoon. Now and again someone got hold of a rubber ball; that was a real luxury. The problem with our football pitches was the steep hills. If one of those rubber balls rolled away, we had to run like the devil after it. We had to do this in a great hurry, as more than once an “authority” would approach us and it would disappear.

At other times, either with real footballs or home-made ones, they would go up on the roof. We had to devise ingenious ways of retrieving our precious treasure; with broomsticks, or the rods used to pick the prickly pears, or by climbing on top of each other – whichever way we could, otherwise the ball would stay on the roof and our game would be over for the day.

But we were very happy. We would run after a metal hoop, many of them made out of buckets, and with a “guide” made out of wire, with which we would whip it along through the streets. After a lot of practice we would get the hang of it.

We would go to the fair to get little toys and gadgets. Our budget was paltry, not like now, and we had to scrimp and save to be able go on some ride or other, or buy some knick-knack. We tried to work out how come those metal guns with ammunition made from corks didn’t work. Why did they always fail to hit the target, when the grown-ups were always going off into the countryside and shooting rabbits, partridges and the rest? Later I found out that they had been fixed.

Also at the fair they would sell shrimps and crabs. How on earth did they keep from one day to the next? There were no freezers or fridges in those days. They used “uric acid”, or so some people said ...

I don’t remember clearly whether it was for the fair or some other type of festival, but on hearing the bells of San Jorge we would abandon whatever we were doing and go off to church to celebrate the month of Mary, the month of flowers. It was a lovely custom which broke our routine and transported us into a different world – pastoral, ideal, angelic. There were always flowers, many flowers – real ones, with a real smell.

I also remember the smells of Holy Week. The smell of wax, incense and above all, rosemary. The church was carpeted with branches of rosemary and it gave off that characteristic smell which perfumed the whole building and made you contemplate the mystery of what was being celebrated.

And what I recall most of all was the silence. In those days, in Holy Week we hardly spoke at all, either in the streets or at home; but in the church and in the Silent Procession there was a deathly silence. What respect, what devotion, what mystery was locked up in that muteness, and how much admiration and veneration for what was sacred! That silence and the absence of strident noises affected us children deeply, and it made us thoughtful, sensitive and aware. The noise of today confuses and stupefies us, and makes us flee from silence and from ourselves; it is as if it hardens the skin of our souls.

We were happy children, totally lacking in material things but enriched by our imagination, dreams, friendship, memories and sacrifices. We owned almost nothing, but we had so much, both within and around ourselves. The children of today become prisoners of their possessions, their gadgets and their electronic games; they don’t have the liberty, joy and imagination that we did; they don’t know what it is to go without; their will is not forged from iron as ours was; they don’t know what to do with themselves, and they get bored.

We weren’t perfect, we got up to mischief too. Some streetlight or other would get broken by a stone or a pellet. Occasionally someone with some money would treat themselves to a “Bisonte” or a “Celta” [brands of cigarette]; the rest of us would hang out smoking fig-leaves, or rag-paper, which was used for almost everything - toilet paper, wrapping things up and even to make those footballs of paper and cloth.

Children, through and through; but happy, healthy, obedient, respectful, educated children. Clean children? ... as long as we were given a “lick and spit” now and again, I would say so. When all is said and done, those were different times, different ways, different “industrialisation”, different education, different politics ... Things were different then, and we could handle any obstacles that we met on the way. Those were the ‘Fifties.


Manuel Jiménez Vargas-Machuca (July 2004)
Translated by Claire Lloyd (December 2008)

domingo, 14 de diciembre de 2008

PEÑA "LA CANASTERA"


El sábado 13 de este mes, en el Salón de Actos del Instituto Sáinz de Andino, organizado por la Peña "La Canastera", ha tenido lugar una conferencia sobre la familia cristiana a cargo de don Ernesto Romero del Castillo.

viernes, 12 de diciembre de 2008

HOMENAJE A DOÑA ELENA TOSCANO SÁNCHEZ






Sr. Director del I.B. Sáinz de Andino.
Sra. Presidenta y Junta Directiva de la Asociación de Padres de Alumnos.
Queridos Elena y Diego.
Antiguos compañeros, alumnos, profesores, señoras y señores


¡Buenas noches!


Hace unas semanas doña María Rosa Mozo, en nombre de la Asociación de Padres de Alumnos de este Centro, me comentó el proyecto de celebración del 25 aniversario de la puesta en funcionamiento del Instituto. En concreto me habló sobre un homenaje que se tenía pensado realizar a doña Elena Toscano Sánchez. Me invitó, a continuación, a colaborar en él y me hizo partícipe de que se había pensado en mí para hacer la exposición de motivos de dicho acto.
La verdad es que no me tuvo que insistir. Acepté inmediatamente. Y lo hice porque además de no tener motivos para negarme, sí tengo razones, muchas razones para decir que sí.
La primera razón es mi profunda vinculación a este centro, seis como alumno y nueve como profesor, es decir, quince años, por lo que difícilmente puedo decir que no a cualquier cosa que se me pida, máxime cuando mi sueño educativo se concreta en tener algún día plaza definitiva en este instituto y poderme dedicar a ejercer mi trabajo entre mis paisanos y entre los hijos de nuestro común Alcalá.
En segundo lugar porque este centro ha sido el trampolín posible sin el cual a muchos de los aquí presentes se nos hubiese hecho difícil habernos preparado para iniciar luego nuestras carreras, profesiones o trabajos.
Y en tercer lugar por tratarse del motivo que nos ocupa. Homenajear a doña Elena Toscano de Márquez, pues pocas veces tiene uno la oportunidad de mostrar públicamente su agradecimiento, en este caso a una persona concreta, que por el ejercicio de su vocación, su celo profesional y su continua preocupación por este centro de enseñanza, ha adquirido para los que hemos convivido con ella y para el pueblo de Alcalá, la consideración de una categoría superior. Así nuestra Homenajeada es toda una institución y hablar del instituto es evidentemente hablar de doña Elena.
Pero hagamos un poco de historia. La historia de nuestro instituto, como cualquier proyecto que se pone en marcha implica siempre un proceso de preparación desde que surge la idea hasta su materialización. En nuestro pueblo era un anhelo que venía persiguiéndose casi desde mediado de siglo, en el que tuvieron que emplearse a fondo algunos de nuestros munícipes y paisanos ilustres para que pudiera concretarse, en especial el alcalde Miguel Puelles.
Las ideas habían ido surgiendo pero no cuajaban definitivamente. Es más, en un principio, se barajaron varias posibilidades. Se planteó a mediados de 1963 crear en las Escuelas Profesionales de la Sagrada Familia (El Convento) una Escuela de Enseñanza Media, y posteriormente un Colegio libre adoptado. Incluso el Rector de la SAFA, el Padre Bermudo, mantuvo una reunión en el Cine Andalucía a comienzos de 1964 pensando en un Instituto Laboral.
Sin embargo ese mismo año de 1964 las dudas comenzaron a disiparse y en agosto el Pleno Municipal acordaba ubicar el Instituto en el local del Pico del Campo, cuya finca había adquirido el ayuntamiento diez años antes.
Comenzaba entonces el largo camino para conseguir subvenciones y créditos para construir el edificio, y la autorización para la creación de un Colegio Libre Adoptado, que pendía en lo económico del ayuntamiento y de las cuotas del alumnado y en lo académico del Instituto Padre Luis Coloma primero e Isla Verde de Algeciras después, quedando bajo la tutela intelectual del más ilustre hombre de nuestras letras D. Pedro Sáinz de Andino.
Aprobado el colegio era necesario llevar la idea al público conocimiento. Se hizo la presentación en un acto en el Patio de la Iglesia de la Victoria y allí mismo se apuntaron los primeros alumnos. Previamente se había contratado a doña Elena Toscano, Licenciada en Geografía e Historia y a doña Carmen de Mera, Licenciada en Farmacia, para cubrir el mínimo exigido para este tipo de centros. Luego el resto del profesorado se concretaría con los maestros o profesionales de carrera que había en la localidad. Todo un reto. Pero había ganas, deseos de sacar el proyecto adelante y la cosa funcionó.
Así una mañana de otoño de 1968, histórica para la enseñanza alcalaína y por ende para el desarrollo de nuestro pueblo, un grupo de muchachos y muchachas, vestidos con sus mejores galas, esperaban impacientes y nerviosos la apertura del antiguo edificio de la OJE, donde comenzarían las clases. En todos también ilusiones y sueños con sus flamantes bolígrafos y libretas. En realidad todo era a estrenar. Algunos de los aquí presentes podrían describir con detalles aquellos momentos.
Se abría con la puerta del Instituto la puerta de la posibilidad de estudiar para muchos, aunque bien es verdad que la nota que hoy parecería ridícula entonces comparativamente no estaba a la altura de todas las familias. Sin embargo correspondió a aquellos padres de alumnos aportar parte de la cuantía para el pago de los profesores y confiar en que la enseñanza aquí impartida era de tanta calidad como en otros sitios. Bien es verdad que la colaboración de los maestros, entonces de Enseñanza Primaria, fue excepcional y entregaron con redoblados esfuerzos sus conocimientos para que la labor siguiera adelante. Y todo ello por un sueldo que hoy también nos parecería ridículo.
Nuestro recuerdo para don Jaime Cordero, don Manuel Mansilla, don Francisco Lozano, don Isidro Mateo, don Bartolo Gallego, don Francisco Almagro, don José Díaz, don Eladio Garzón, doña Juana María Estudillo, doña Lucía Tizón, don José Sánchez, don Manuel Ahumada, don Francisco Muñoz, don José Palomino, don Gabriel Camacho, don Diego Márquez, don Manuel Mañez, don Manuel Hermida...
Fue por tanto una labor de conjunto (Ayuntamiento, padres y profesores) los que hicieron posible el sueño. En nombres de los que hemos tenido la oportunidad de estudiar aquí, gracias a todos.
Bien es verdad que en sus comienzos abundaba la precariedad, pero de alguna manera había que empezar. Y aunque faltaban medios, la calidad humana, el trabajo y la ilusión hicieron posible seguir adelante.
Tras una breve estancia en el edificio de la antigua OJE se pasó a la Casa Cultural, mejor habilitada y acondicionada, para en el curso 69/70 inaugurarse el edificio, que después de múltiples reformas y mejoras es el que tenemos hoy.
En un principio se concibió como un Colegio Libre Adoptado que cubría sólo el bachillerato elemental, para pasar en 1974, con el esfuerzo del Ilmo. Ayuntamiento a Centro Homologado de Bachillerato, autorizándose a impartir el Bachiller Superior, que se completaría años después con la enseñanza del C.O.U.
Hoy, acogido a la Reforma, el centro mantiene viva la apuesta educativa que nuestro pueblo ha hecho siempre.
En todo este proceso, en lo tocante a la cuestión académica destacó pronto nuestra homenajeada: Doña Elena Toscano Sánchez.
Elena Toscano nació en la sevillana calle Virgen de la Oliva, en el seno de una familia de catorce hermanos de la que ella hacía el número cinco. No hay quinto malo, reza el dicho.
Hija de don Francisco Toscano de Puelles, natural de Alcalá y de doña María Isabel Sánchez Montes, ha heredado del ambiente familiar los valores que la acompañan siempre.
Cursó sus primeros estudios y el Bachillerato en el Colegio religioso de “Las Esclavas” de Sevilla, obteniendo la licenciatura en Geografía e Historia por la Universidad Hispalense y alcanzando las oposiciones a la agregaduría por la rama de Lengua y Literatura en el año 1979.
La condición de alcalaíno de su padre y el gozar aquí de familia, le hacían visitar Alcalá anualmente durante las vacaciones de verano. En uno de ellos, en concreto en Agosto de 1966, en el Santuario de Nuestra Señora de los Santos, conoce a Diego Márquez Gil. Tres años después, en julio de 1969 contraen matrimonio, como no, en la Ermita de Nuestra Patrona, fruto del cual han formado una familia numerosa que constituye la razón primera de sus existencias, y aunque la suerte os jugó una mala pasada, la vida os tiene que seguir dando lo que os merecéis, que no es poco.
Su labor profesional comienza el 22 de noviembre de 1968, con la apertura del Instituto. Como profesora ha permanecido en el centro durante veintidós años, es decir desde 1968 a 1981, salvo un breve paréntesis correspondiente al periodo comprendido entre octubre de 1979, cuando obtuvo las oposiciones, hasta julio de 1980 y se notó su ausencia ¡vaya si se notó!.
Es directora desde el 22 de diciembre de 1968, pues aunque el Instituto había comenzado dos meses antes, bajo la responsabilidad del Ayuntamiento, hasta esa fecha no recibió carácter oficial, hasta el 1 de octubre de 1979, y desde julio de 1980 al 1 de julio de 1987, dieciocho años, fecha en la que presenta su dimisión por motivos personales. Sus hijos comenzaron a entrar en el centro y prefiere no dar xxxx a consideraciones especiales o tratos de favor. Todo un ejemplo.
Ha impartido prácticamente todas las asignaturas de letras, y puede que incluso algunas de ciencias: Historia, Latines, Griegos, Lengua, Literatura, Inglés, Francés, Filosofía y un millar de alumnos la avalan.
En la actualidad es profesora de IES VISTAZUL de Dos Hermanas (Sevilla), aunque sueña algún día con volver, porque la tierra en la que han sembrados sus frutos junto con su marido, espera impaciente para devolverle el ciento por uno.
Hoy que vemos las cosas en la distancia, una vez mesurado el ardor juvenil, y cuando en su inmensa mayoría somos padres y madres, algunas con hijos estudiando aquí, observamos con mayor mérito tu tarea, Elena, y comprendemos el sentido familiar que tu le distes a este centro, actuando como una matriarca, porque hasta en eso quiso el destino premiar a la mujer en el instituto. Tú, junto con Carmen de Mera, fuisteis los timones en los primeros compases. Luego tuviste que apechar sola, amainando o soltando velas, en definitiva campeando muchos temporales, eso sí, y es justo decirlo, con el apoyo de tu marido. Porque si el dicho es que detrás de un gran hombre hay siempre una gran mujer, en este caso, detrás de una gran mujer, yo diría a su lado, se ha encontrado siempre un gran hombre, Diego Márquez, dotado, como no, del hondo sentimiento familiar que juntos habéis difundidos.
Yo por cuestiones personales podría dar testimonio de tu celo por este instituto sin horas ni vacaciones.
Podría describir tu diplomacia a la hora de tratar a aquellos catedráticos (entre comillas) que venían de fuera de Algeciras y que nosotros esperábamos todos los años con un sentido de sumisión tremendo, como corderillos que fuéramos al matadero. Nuestra única esperanza era desear que el hijo que solías esperar por esas fechas se retrasara lo necesario para que tu pudieras estar con nosotros. Yo creo que llevamos la cuenta mejor que tu. Y es que si hubieras fallado nos hubiéramos quedado sin nuestro talismán.
Podría describir tus paseos por aquel largo pasillo de arriba ¿te acuerdas?, donde solíamos examinarnos llevando y trayendo, apuntando el ablativo absoluto o el infinitivo de futuro, el verbo polinzo o el autor del comentario de texto, incluso hasta la fórmula química que había que emplear en la resolución del problema, que ya previamente le habías encargado de sacar al mismo que la había puesto. Distraías a los examinantes como fuera y eso en nuestro subconsciente vive perpetuamente, si quieres como anécdota, pero cuántos salvábamos el examen por ello.
Podría recordar el vozarrón que invadía los pasillos cuando impartías tus clases, llenando el ambiente. Entrar por la puerta del centro cuando uno llegaba tarde, sobre el hueco silencio, percibíamos tu voz, invadiendo la estancia, como el olor del pan. Lógicamente como siempre habías comenzado con la frase: “Vamos a ver”.
Podría señalar aquí a aquellas acusetitas niñas que se refugiaban en tu despacho después de algunos recreos en los que los varones, emulando a Puskas o Gento, las acribillábamos a balonazos. Ellas consentían un poco, pero luego, poniendo caras de mártires, iban corriendo a pedir auxilio donde sabían que lo encontrarían seguro. Se lo vamos a decir a doña Elena. Ahí, evidentemente, tenía que parar la batalla.
Podría rememorar tus largas conversaciones intentando resolver algún problema sin límite de tiempo hasta agotar al contrario, con la única convicción de que el resultado era lo importante. Y pocas veces fallabas. Podría ensalzar tu fórmula sencilla para comentar los temas, sin la suficiencia de saberse por encima de sus discípulos.
Podría seguir enumerando hechos, acontecimientos, batallas que has librado por teléfono o en despachos de la Delegación por este centro, de algunas de las cuales fui testigo.
Podría hacer partícipe de ello a los aquí presentes y el cúmulo de acontecimientos y anécdotas serían interminables.
Porque en definitiva fuiste una maestra para tus alumnos y una gran compañera para tus compañeros.
Pero con ser todo ello importante, nosotros esta noche te queremos agradecer Elena, una cosa especialmente, y lo queremos hacer con el corazón porque hay cosas que no se olvidan.
Te queremos agradecer sobre todo el cariño con que lo has hecho. Yo diría más el sentido maternal que ponías en cada gesto y en cada actuación. El resultado final siempre tenía –supongo- como recompensa, la satisfacción del deber cumplido.
Por eso hoy nos hemos congregado aquí en representación de aquellos que tuvimos la fortuna de contar con tu magisterio. Y lo hacemos felices y orgullosos de haber tenido la ocasión de ser y sentirnos tus discípulos. Los que nos dedicamos hoy a la enseñanza sabemos cuanto cuesta despertar interés por nuestros alumnos. Por eso es casi un sueño pensar que algún día sientan por nosotros el afecto, el reconocimiento y el cariño que tu persona nos provoca.
Estar hoy aquí es volver a sentir la juventud corriendo por nuestras venas, es volver el tiempo atrás con nuestros anhelos y sueños. Es en definitiva rememorar la historia de algunos de nuestros mejores años, aquellos en los que empezamos a poner las primeras piedras de nuestro porvenir, aquellos en los que aprendimos a amar, aquellos en definitiva en los que comenzamos a comprender la razón de nuestra existencia. Haber tenido la oportunidad de haber gozado de tus diálogos, de tus anécdotas, de tus historias, e insisto siempre con sentido familiar nos dejó la honda huella de una semilla bien plantada.
Por tanto nuestro agradecimiento, Elena, es unánime. Y en este aspecto tiene sentido este homenaje. Pero no sólo es el homenaje de reconocimiento a tu persona, aunque tú lo simbolizas a todos; es el homenaje también a todos nosotros, Ayuntamiento, padres, profesores, alumnos, a los que hoy forman el timón de la Asociación de Padres. En definitiva es un homenaje que no surge de una necesidad, sino de un sentimiento compartido, porque sé que nosotros para ti éramos los que contábamos, no los números, las estadísticas, los resultados. El valor éramos los alumnos como personas, como hijos de la gran familia educativa que tu supiste crear.
No sé si mis palabras recogen bien todo lo que mereces que se diga de ti, pero de todas formas tienes que saber que cuando las he escrito, lo he hecho con el sentimiento a flor de piel. Pero sí sé lo que nos embarga hoy a los aquí congregados: la emoción del reencuentro, después de muchos años, con una parte de nuestras raíces.
Esperamos que cuando el tiempo pase y cumplas las obligaciones familiares que te han llevado fuera, tengas la posibilidad de volver a estar de nuevo aquí, para que nuestros hijos puedan tener la misma oportunidad que tuvimos nosotros. Te lo agradecemos de antemano.
En nombre de la Asociación de Padres, a cuya presidenta doña Rosario Puerto y a su Junta Directiva, agradezco su confianza, y en nombre de los antiguos alumnos, nuestros mejores deseos para ti y tu familia, y que Dios, Elena, te pague lo que nosotros sólo te podemos agradecer.


Muchísimas gracias.



Jaime Guerra Martínez
Alcalá de los Gazules, mayo de 1995
Hotel San Jorge
25 Aniversario de la creación del Instituto

miércoles, 10 de diciembre de 2008

Ninth Flight of Cuesta Arana: Fate

It was Spring, because the spirited grapevines of Tardal and the figs of the Coracha were shooting and bursting their buds. The swallows with mud on their beaks. And the oranges of the Carretera (El Paseo) white with blossom. Anyway... all those lyrical flashes that light up the view when Spring comes round. And the sun, as always, providing a reference point in time and space, for every frame of the Alcalaino landscape.

After some years, this writer decided to go for a walk through the pathways of his infancy. I immersed myself in the Proustian scheme of going in search of times past. Although it is true to say that it is us that flies over time, and not time over us. The elderly have learned very well this lesson: time doesn't fly, we do. And one might add, with the wings of memories and the forgotten. Who hasn't at some time written their memory in the air over the landscape of eternal childhood? Who has flown back to their roots without feeling a shiver on the back of their neck?


Every one of us – it's a fact of life – paints the landscape in their own way, although we all fly the nest from the same tree. The same dogs and the same cats. The same devotions and the same myths. Wind. Air. Water. And the same sound in the forge. And the same little cunitas de Botones. A flight every year at the sound of the spoon stirring the tin: “Do you want some more?” “Than have some!” Parabapachinpachinpachin... The kids every fair – on account of Botones. They could reign the air for some minutes.


It wasn't some magic, but darkness that gnawed away at the times. Seeing a naked child, barefoot, and crying in the street, wasn't just the melodramatic lyrics of a petenera. When one remembers what one has seen, one's thoughts are overwhelmend as emotion just runs through the open field of feelings. Experiences fall one after another. Only a strong composure keeps back the feeling of sickness: memory is one thing, but remembering is quite another.


Purely by accident, I noticed on my way through the town, two fleeting images that encapsulated everything important and significant that sustains that din of memory, those memories that stir you inside. After all, memory seems just like a box camera which from time to time, goes off to capture the fleeting nature of an instant. Chance allowed me to bring together two sequences that I have already stuck in my aerial album of flights.


First sequence. Place: Puerta del Sol. The morning of the Levante. A little boy with tight, curly hair, his crown in a mess, puffy cherry cheeks, toasted skin. Shorts the colour of cane and dark shirt, chamois-leather shoes of indefinite colour, punished in the open air. He was crying, uncontrollably. Crying and crying. Bursting with tears. With no comfort from anyone. How doe the verses go of Benítez Carrasco: “When you see me crying/ turn around and leave me/ to cry until I don't know when.”


A gust of wind, untimely and unfortunate wind, had snatched it from the child, from between his fingers, the hanging thread of a white, transparent balloon like an impressive tear. The balloon was climbing into the sky. He watched desperately as the wind took it each time higher. He would have given in that very moment, two, three, four years of his short life - a whole life? - to have been a bird of prey – to have captured in flight that white dream that the wind had ripped from his hands. That wandering, shiny little cloud that was slowly losing itself in the atmosphere. Between tears of anger and impotence, the boy was watching his last dream go, the most resplendent of his dreams. His last memory, his last souvenir.


But he wasn't crying over the loss of the balloon. No, there are lots more balloons in the shop. He was crying because he couldn't be that bird. The wind, that wind that hits so hard the Plaza Alta, had taken from him, by force, his last hope. Something you can't even buy with gold. He knew, or felt, that he would never have the photograph of that white balloon that had come wrapped like a bittersweet prize. And the bad wind abandoned it to its fate, to the light and dark of its fate.


Second sequence. Place: Parque Municipal (El Jardín). A little girl, hair the colour of golden bread, just five years old, angelic face, freckles, dressed in a light-green dress embroidered with little lilac flowers. White shoes, somewhat scuffed at the toes. She was a happy child, a little bell. Everything was a delight to her. Although it seemed strange to the little angel, a discovery was amusing her: the fragility of a dream.


Each little bubble that popped in the air filled her with uncontainable happiness. The little blond girl dedicated herself stubbornly to the small container of soapy water, again and again, producing more and more soapy bubbles through the orange plastic ring. Different sized iridescent bubbles that climbed up into the air, among the bank of shadows in the grove of the park. Those little soap bubbles made by the child ripped through the humble and silent air. Each bubble that burst in the air, a bead in the necklace of a lost memory. And the child, over and over, threw soap bubbles to the wind. Soap bubbles into the air until she finished the water. The child was so happy because the air was eating up her string of dreams.


It's not the same, the freedom of the balloon that escaped, as the freedom granted to the little soap bubble. The moral is that we open a track of air when we remember, from a time when we gave wings of fire to memory. And the melancholy and cruel wind tore from our hands the blue days of our childhood.


The day will come – if it hasn't already arrived – when the little boy of the balloon, and the little girl of the bubbles, will cast into oblivion those volatile events. The pain and the happiness that once ruled their faces. The air is the same, it's the birds that pass by.


Fate that Spring day didn't intend that the photograph be made there. It didn't want the casulties. Although on its own, it might have photographed the passing souls of those two children, that stuck their different spoons into the air: between the happiness and the pain. Between a giant tear and a soap bubble.


In the transparent depths of the air, there one has to look for the lost photographs of our memory.


Jesús Cuesta Arana

Published by Andrés Moreno Camacho

[Article translated by Bob Lloyd]

Some English translations...

I'd like to offer some translations of articles that have already appeared on this blog in Spanish, so that English readers can appreciate many of the aspects of Alcalá de los Gazules. I am not a professional translator and I freely acknowledge that I will make mistakes - I am by no means fluent. You can help me by pointing out those errors when you see them and I'll do my best to correct them and avoid similar mistakes in the future.

There is a wealth of material on the site and I'll have to be a little selective but if you feel something deserves translation, I'll do my best to help.

martes, 9 de diciembre de 2008

LOS VUELOS DE CUESTA ARANA

UNDECIMO VUELO. Las ondas.

Fue larga la posguerra en Alcalá, como en muchas otras partes. El pueblo frustrado, herido por dentro, lamiéndose todavía las heridas por el lastre de la contienda cainita, se contentaba con aquella especie de cajoncillo de sastre de la sentimentalidad que fluian por las ondas de la radio. Un medio asequible y de fácil asimilación por todas las capas sociales. Alguien escribió: “La radio es un vínculo directísimo con el pueblo, con todo el pueblo, y al elemento sonoro y dramático, una eficacia informativa”. Y era así.
Negarle la radio a un necesitado era casi peor que negarle un vaso de agua. Era un bien compartido talmente como el agua del grifo del patio de vecinos.
Las sombras de las canciones de la posguerra se alargaban como un chicle. Por aquel entonces no existía la lista de éxitos y la música lo mismo que la gobernancia era una chaqueta vieja que a fuerza de darle vueltas había perdido el color. La chaqueta de un azul había degenerado en un gris cenizoso. Quiere uno decir, que las canciones que escuchaban nuestros padres fueron las mismas que escuchamos los niños en Alcalá a la fenecida de los años cincuenta. Mientras que en América sonaba el “rock”, aquí en España estábamos todavía con la vaca lechera que daba leche merengada. En lo que si no nos mojaba nadie la oreja era en la cuestión del orgullo nacional: “Como en España ni hablar, / eso lo digo en la China y en Madagascar”. Rezaba la coplilla en boga.
Música, más música con poca letra. Música por favor. Pan y música. La música era el santo y seña para conjurar la penuria (la penurria en boca de algunos). A nadie –y menos a la chiquillería- le entraba por los oídos los planes provinciales de un ministro; ni la firma del Tratado de Roma; ni la primera reivindicación del Peñón de Gibraltar; ni tan siquiera la llegada del “seiscientos”; o la ley de urgencia social para erradicar el chabolismo. La puerca sorda solamente ponía las orejas a remojar con noticias como que Carmen Sevilla fuera a cantarle a la tropa colonial a Sidi Ifni; las llegadas de Puskas, Kubala y Di Stéfano; o del estreno del melodrama áulico “Donde vas Alfonso XII”; o la rivalidad de dos toreros cuñados: Antonio Ordoñes y Luis Miguel Dominguín.
Con el peso del calor, los chiquillos escuchábamos el cornetín de órdenes que preludiaba el “parte” y el himno de los requetés y las preces nacionalistas como el que escuchaba en la radio llover. Y los viejos resentidos (con veta interior republicana) solían aseverar: “Apaga el palabrerío y deja la luz para escuchar a la Niña de los Peines.”
La radio puso siempre telón, música de fondo, al trajín diario de la chiquillería alcalaína. Al apuntar la mañana, los colegiales brujuleaban camino del Convento, Beaterio y Parque. El olor a café de estraperlo del Morito de Gibraltar, agenciado en lo de la Viudita, le daba tono cálido a la mañana de escarcha y cantares de gallos tardíos. Mientras que de un lugar indefinido, como el cantar de los grillos, la radio soliviantaba a muchos estómagos en blanca: “Yo soy aquel negrito del África tropical, que cultivando cantaba la canción del Cola Cao”. Y la llovizna arreciando. Danza de portalibros de madera, cuero y cartón según la cuna. La mañana se había puesto de plata en los adoquines de las calles. Luego la monotonía del colegio. Las filas (fila para todo). Las tres banderas. El carasol y el vivafranco. El Himno Real. La consigna del maestro en la pizarra: “España es una unidad de destino en lo universal” (creo que lo dijo José Antonio), mensaje que ni los niños más zangones lograron nunca entender. Luego el plumín cargado de tinta rayaba la cuadrícula del cuaderno, mientras que un hombre reblanquido, de estatura regular, gafas claras; traje a rayas, cruzado, azul marino; corbata sobre cuello de almidón y tic en el semblante, a veces rojizo por el sofoco, despaciosamente, iba descargando una tonelada de números:

“Y todo un coro infantil
va cantando la lección;
mil veces ciento, cien mil
mil veces mil, un millón” (Machado)

Y cuando la tarde se ponía parda, a eso de las seis, cuando los niños deseaban llenar el aire de la plaza en sombra con la algazara de sus voces nuevas (Machado otra vez), todavía quedaba resuello para cantar al izar las banderas: “La mirada clara y lejos y la frente levantada”, había que aguantar todos los días la vaca en brazos de que había que “ir por rutas imperiales y caminar hacia el sol y que había que levantar la patria. Y montañas nevadas y banderas al viento”. Sota, caballo y rey. Siempre igual. La misma canción. Monotonía de lluvia en los cristales.
A la salida del colegio, como perro al que le quitan las pulgas, la zagalería se desmartelaban calle abajo, cara al viento, con la concha pesada sobre las espaldas de los libros “Adelante”. Y el accidente del reguero de lápices de colores por los suelos. Al tiempo que desde un patio florido (aspidistra, helecho, claveles, geranios, hortensias, jazmín, albahaca, yerbabuena, flores de pascua...) entre el bosquecillo doméstico la radio otra vez, volaba el pájaro de las ondas: “Ansiedad de tenerte en mis brazos/ansiedad de tener tus encantos/y en la boca volverte a besar”. Los niños ajenos a tal espectáculo de los sentidos, se despepitaban más por las aventuras de “El Coyote”, “Roberto Alcázar y Pedrín”. “El Cachorro”, “El Guerrero del Antifaz” y “El Capitán Trueno”. ¡Por 75 céntimos que más querían! Y los americanos enviando la “morterá”: excedentes de lecho en polvo y mantequilla.
Y los discos dedicados. Para Alfonsa de su novio que nunca la olvida, que la quiere mucho y que rece mucho por él. Y va el jibia del pinchadiscos y le pone: “A la lima y al limón/ tú no tienes quien te quiera/ a la lima y al limón/ te vas a quedar soltera”. Y la amada se quedaba tan satisfecha.
La historia se aceleraba a un ritmo endiablado: llegaron las letras “el compre usted hoy y pague mañana”. Se cambió el anafe por el infiernillo, las sillas de anea por los sillones de skay. Los calzoncillos hasta la rodilla por los “slips”. Llega la moto “Vespa” y el Biscúter. La olla a presión, la lavadora y la nevera; la faja indesmayable; el futbolín y la flechita de la pluma “Parker” asomando por el bolsillo. Y “El Caso” con el último crimen. Y la gente del campo, maletas de madera atadas con tomizas de bacal, emigrando. Un millón de campesinos, según las estadísticas, dejaron el campo muerto de risa (o de pena). “Y aunque soy un emigrante/ jamás en la vida/ podré olvidarte...”
Junto con la radio, el cine, -todavía estamos en la era pretelevisiva- también apretaba lo suyo, marcaba los tres tiempos en la lidia de la vida cotidiana, era otra luminaria de la sentimentalidad, qué duda cabe.
En Alcalá, el cine siempre fue primer plato a digerir. Tres locales de proyección –sobre todo en verano- ponía el cartel de no hay billetes. Esta era la cartelera de un día cualquiera del año 57: Cine “Maravillas” (donde vive Pili Montenegro), “Joselito, el pequeño ruiseñor”; llenazo. Y llenazo también en el tendido de los sastres del monte Sarria (una mole de arenisca, donde está hoy el Instituto, desde donde se veía de gañote el cine, sin pasar el incordio de la taquilla). ¿Cómo era posible que un niño tan chico, como el pastorcillo de los Santos, cantara tan bien?. Era el clamor.
Cine Avenida (donde hoy está la discoteca Pizarro): “El Doctor Frankenstein”; las sillas de tijeras, un crujir junto, el escalofrío de ver a aquel científico majareta que implanta, por error, el cerebro de un criminal a su engendro humano de laboratorio, mitad vivo, mitad muerto. La escena del monstruo con la chiquilla en el lago dejó el alma suspendida a todos.
Cine “Gazul Cinema” (estación de Comes): “Marcelino, pan y vino”. La vida y milagros de un niño abandonado y recogido por los frailes que dialogaba –a hurtadillas- con la escultura de un Cristo Crucificado. El niño al final se va al cielo. Como era de suponer la película era apta para todos los públicos.
En una hornacina a la puerta de la iglesia de la Victoria, la férrea censura avisaba y no era traidora. Si la cartulina marcaba el uno, podía ir todo el mundo; si un dos, solamente los jóvenes; si un tres, los mayores. Tres ® para los mayores con reparos. Si marcaba un cuatro, gravemente peligrosa (todas las monjas del Beaterio rezando).
Si no se podía ir al cine, bien fuera por la censura, o por el bolsillo, había que conformarse con la radio. “Okal, Okal,/ Okal, el lenitivo del dolor/ Okal, Okal...” “Y seguidamente a petición de una guapa señorita (¿?). La voz de Antonio Machín: “Madresita del alma querida/ en mi pecho yo llevo una flor...” Y los Panchos. Y Luis Mariano. Y Juanito Valderrama. Y el Dúo Dinámico que acababa de nacer. Y yo que sé. La radio. La Radio. “Rascayú”, “La conga de Jalisco”, “Solamente una vez”, “Quiero que tu escapulario”, “la casita de papel”... El retrato sonoro de toda una época.
Alcalá, con el oleaje de la radio al fondo, iba desgranando la vida como si fuera –con las mismas luces, con las mismas sombras- un drama de Guillermo Sautier Casaseca y la compañía de actores de Radio Madrid. Las comedias y los melodramas. Las coplas. Concursos y seriales. Y los anuncios. Era la droga legal para ausentar la galbana interior y endulzar –si fuera posible- el pozo amargo y estrecho que ha tocado en la tómbola de la historia. Tarde o temprano tendría que reventar el grano. Algún día la parva socorrerá mejores vientos. Y a los niños pobres ya no le olerán más los zapatos de goma a perros muertos. Y la tormenta ya no agriará más la leche. Las ondas hertzianas de la intrahistoria ha ido echando al aire de la memoria (volaverunt) a aquel Alcalá de hortelanos y pregoneros por las calles, de fuerte aroma medieval. La Alameda vieja y el Reloj de hierro (buzón de Correos). Y los moros –estampa exótica- comprando ovejas. El Hoyo, paraíso del desahogo. Los circos ambulantes. La rifa “Ya está la rata debajo de la lata”. Los serenos pintando el eco de las estrellas. “El Bichito” y las murgas. El vendeor forastero de “ropías de Turquía, derechitas y torcías”. El pregón eterno de Ramón: “Yo el lateeeeeeeeero”. Las manzanas rojas de requemo de caramelo. Las dianas floreadas del Maestro Matute (la banda de música de la feria). La taberna “El Manicomio”, en la calle La Salada, cónclave a voces de la gente borrachuzia. La imagen tétrica de Rengel (Rajé para los alcalaínos) con una gavilla de perros sin amos, camino del Cementerio, donde eran masacrados. Genoveva, la saetera, que desde la Coracha le cantaba al Nazareno y se sentía en medio pueblo. Currito “El Guapo”, inapelable grito en la noche, el grito contradictorio del vino espeso y amargo: “Viva el Rey y viva la República”. Los tebeos. Las guerrillas en la Coracha, contra la temida partida de “Ojos Verdes”. ¡La madre que lo parió!. Los bolos y los trompos y el juego de la bombilla. Los tesoros escondidos. El baño furtivo en los ríos. Los nidos. Los paseos, al socaire de la aventura, por la Peña de la Negra, las pandorgas. Las bicicletas de alquiler de Mauricio, la venta de chatarra a la Viudita. El Padre Barberá y sus humos. El repeso de la leche para controlar el fraude de que no le echaran agua. La fiscalía aterrorizando a las tiendas. El Alcalá C.F. con las prodigiosas palomitas de Vallejo. Y las charlotadas en la plaza de toros del Prado. Como el cosa estaba hecho de palos, por su equívoca forma, los alcalaínos no tardaron en buscarle un nombre: “La Canasta”... Y la banda de cornetas y tambores. La ristra de pobres pidiendo el “viernes”. Los molletes que están calientes. Los Tarsicios. Nicolás pidiendo una perra chica. Los “Peninsulares” (cigarrillos) primerizos a la fronda de los eucaliptos. Los entierros de tercera como el viaje en tren. El ezpeluco de ser sorprendido en alguna trastada por Córdoba, el guardia municipal. Manuela Poley y Petronila: todas las noches al cine, lloviera o tronara. Aquel hombre de la boina que siempre iba rifando una perdiz... Y Juanito Rarro, bronce a la ternura, niño viejo, viejísimo; zapatones sin cordón, gorrilla volcada, en vez de chaqueta, chaquetón; guita en la cintura, la faz como un entremijo, ojillos avinagrados y en la boca un buzón. Risa bronquítica; renco de una pierna desajustada con el resto del cuerpo. Madrigalero de urgencia y más bueno que el pan del Mauro. Era estampa señalada, verlo en las encrucijada de las esquinas tirándoles besos al aire a las mocitas: “¡Guapa!”.
Nada de esto salió en la radio. Esta crónica sentimental de Alcalá sobrevoló, como pájaro incoloro, el paisaje de cada niño. El paisaje de los niños con quien tanto querían. Pero los vientos nuevos ya venían soplando por el puerto del Levante. En una cueva de Liverpool, cuatro melenudos andaban ya aporreando los instrumentos. El pájaro del silencio replegaba ya las alas. “Queda prohibida la permanencia fuera del agua en traje de baño”, rotularon un cartel en una playa. La historia con el agua hasta el cuello. Una metáfora que enmudece todo comentario. Hasta que el mudo arrancó a hablar.
Otoño de 1957. Remolino de niños en la Alameda. La radio había dado la noticia. Increíble. Aquello se lo habían inventado los rusos.
Lo dijo el “parte”: “La Unión Soviética consigue colocar en órbita terrestre, por primera vez, un satélite artificial llamado “Spuntnik”. El día 3 de Noviembre, se produce otro lanzamiento al espacio (el tercero) de otro satélite con el primer ser viviente en su interior: una perrita llamada “Laika”.
Julio Verne desde aquel día descansaba ya tranquilo. El sueño de volar había subido a lo más alto. El hombre –por primera vez- había atrapado el sueño por las alas, con la parafernalia de un montón de cables y tornillos. Pero lo que nunca nadie podrá despintar, por luenga que sea la ciencia, es el color de la imaginación. El vuelo es un sueño. El sueño es un vuelo. La imaginación –y más en los niños- es un pájaro solitario, imposible de atrapar, que vuela siempre libre.
Unos días después, de la odisea de los rusos en el espacio, por la ladera arriba de la “Coracha”, una patulea de niños portaban un haz de globos multicolores y una caja de cartón. Con una tomiza conducían a un perrillo vagabundo. Ya nos imaginamos para qué. Los rusos engordaron todavía más la ilusión de aquéllos niños alcalaínos. La perrilla en el espacio fue la última noticia que dio la radio, para muchos niños, condenados ya al impúdico vello. Si la memoria no corre, vuela.
Que uno sepa, nadie retrató, el silencio de la radio. Ni el vuelo –con alas de papel de chocolate- del avioncillo que despeinaba el aire de los niños. Del aire en movimiento sólo saben los pájaros. (Y los soñadores). Y eso que Ricardo, el fotógrafo, iba con la cámara a todas partes, a la cacería de la luz y la sombra. Y con todo y con eso, se quedaron en el aire, muchos retratos perdidos de Alcalá de los Gazules, porque el pajarillo no salió nunca de la cámara oscura de la memoria.

jueves, 27 de noviembre de 2008

DESDE ALCALÁ HASTA HAWAI - 2ª PARTE

Prototipo de familia que emigró a Hawai
(Siento no poder poner fotografías familiares por haberse perdido en una mudanza o haber caído en el horno de hacer el pan…que todo es posible).
Según los documentos, el 24 de Febrero de 1911, la familia Soto partió desde Gibraltar para Hawai, aunque su destino final era Honolulu (su capital) para trabajar en la plantación y recogida de caña de azúcar. Después de un recorrido de cerca de un mes, según figura en los papeles y en el acta de embarque, atravesando el Océano Atlántico a salir al Pacífico, atravesando el estrecho de Magallanes llegaron a Hawai el día 13 de Abril del mismo año.
Más tarde, cuando ya estábamos familiarizados con el tema en la medida que la memoria iba amaneciendo en cada uno de los familiares, mi tía abuela Juliana, que estuvo allí desde los seis a los nueve años, se fue haciendo un poco cómplice de su imaginación y de sus fantasías silenciosas y contaba ya en su madurez de anciana algecireña historias que unas veces eran verdad y otras frutos de alguna invención singular que solo duraba el tiempo del relato.
Nos hablaba de que atravesaron todo América desde Nueva York. Isla de Elis. Las peripecias que tuvieron que pasar cuando tuvieron que someterse a la cuarentena. Contaba que desnudaron a su madre y a toda la chiquillería y los metieron en una sala muy grande para fumigarlos y despiojarlos, como se hace con los animales, los lavaban, le cortaban el pelo y les hacían cambiarse de ropa. A los hombres les hacían la misma operación en otro salón aparte. El sueño americano no empezaba en una bañera de agua caliente. Esto que mi tía Juliana contaba no se pudo ajustar a la realidad porque ellos jamás tocaron el puerto de Nueva York como se demuestra en los papeles, pero la imaginación hace a veces que nos volquemos en historias y algún familiar mío dice haber visto entre las miles de tablillas que figuran en la isla de Elis el nombre de la familia Soto. No lo dudo, pero Soto somos muchos y puede que una rama de ellos entrara en América por Nueva York, pero mi familia, según la documentación, no tuvo ese privilegio.
Después de tantos días de navegación, las fibras, músculos y nervios de sus cuerpos les parecieron distintos. No he podido comprobar lo que mi tío Miguel me contaba en su residencia de ancianos, que mi abuela se dedicaba a lavar la ropa de la tripulación y a todos los que querían, a fin de sacarse unos céntimos. Puede que esto sea así, porque también mi abuela me insinuó algo una vez de cuando estuvo de lavandera en el barco, pero ni una cosa ni otra la podría poner como cierta, entre otras cosas porque mi tío Miguel iba mentalmente por libre sin perder la chaveta en ningún momento pero cuando murió le encontraron en el armario de la residencia todo un economato gastronómico, porque según la Dirección de la residencia tenia la manía de que allí lo iban a envenenar.
José Soto, que era un poco renco de la pierna izquierda, aunque su cojera no le impedía realizar la mayoría de las actividades laborales, cuando pudo poner los pies en tierra tuvo la impresión de que todo le flotaba en contra de su cuerpo y todo le producía vértigo y mareo y allí se quedó, quieto, volviendo la cabeza hacia el horizonte perdido por donde poder, si no divisar si al menos sentir el olor de su pueblo, mientras el cuerpo se le fue quedando lívido buscando en el aire la escritura juguetona del corretear de sus hijos y el sueño lejano de su esposa recorriendo las callejas de un pueblo donde el hambre desde la distancia ignota le parecía más real que el sorprendente y maravilloso mundo que se le ofrecía ante su vista.
Entre las cosas mas preciadas, María llevaba una fotografía de su madre que fue en un principio el único vínculo que le uniría a la familia española. Tenían prohibido llevar animales u otros objetos que no fueran los estrictamente necesarios.
Me viene a la memoria la historia que cuenta el capitán James Kook, el descubridor oficial de las islas Hawai, y digo oficial porque estas fueron descubiertas por los españoles muchos años antes de que los ingleses se plantaran allí, para recoger “plantones del árbol del pan” emulando la maravillosa película de “Rebelión a bordo”, mientras los españoles utilizaron sus bahías y sus ensenadas de agua tranquilas para resguardar sus galeones de las tormentas y la piratería.
Narra el famoso capitán, en uno de sus viajes a los nuevos dominios de Su Majestad, el grave problema que se le presentó al descubrir en el buque a su mando un jovencísimo grumete que escondía, como si se tratase de un polizón, a un ángel de la guarda, extrañamente corporizado. A las severas preguntas del capitán, el marinerito pudo, con argumentos sobrenaturales, acreditar el origen celeste de su compañero. No obstante confiesa Kook que se vio obligado a desembarcar a la primera ocasión que tuvo, al grumete y al ángel “pues no estando yo versado en cosas teológicas y desconociendo el sexo de los Ángeles, en modo alguno podía consentir que por mi causa infligieran las estrictas, pero necesarias costumbres de Su Majestad”. Omite el capitán Kook que, por si hubiese o no caso, antes de desembarcar “a los muchachos” ordenó le fueran propinados a cada uno una tanda de cincuenta latigazos.
Me han contado historias a trocitos, como esas piezas de tela que tejían las mujeres en los viejos tiempos con sobras de ropa de los talleres de costura y que superpuestas unas sobre otras daban lugar a una pequeña manta a la que llamábamos “cubrepié”.
Así a pequeños trozos perdidos he podido ir hilvanado, pedacito a pedacito, trozos de esta historia, buscando en un sitio y en otro, despacito, como construye la golondrina su nido, hasta formar una pequeña historia que se asemeje más a la realidad de lo que en un principio podría pensar. Los datos han venido a mí como queriendo buscar una mano que les dé forma, pero me queda la tristeza de no tener, aunque las he visto, fotografías de mis bisabuelos en aquel continente.
Sé que cuando desembarcaron fueron alojados en unos barracones de madera en los que disponían de todas las comodidades para la época, que disfrutaban de cocina de leña, salón pequeño y tres habitaciones a modo de dormitorio. En la cocina disfrutaban de todas las comodidades, según he podido averiguar por testimonios sacados de otras personas con las que he podido tener contacto durante este largo periodo de investigación, y que aún permanecen allí, unos en las islas y otros en San Francisco (California.)
Aquello supuso un cambio extraordinario en su vida. La vida fue transcurriendo según se le había comunicado en los papeles y José se fue acostumbrando a ella, donde el trabajo no era precisamente un problema, acostumbrado como estaba a estar como un perro intentando olisquear donde podría utilizar sus manos de operario, como hacía en el pueblo. Llevaba un contrato fijo de tres años y con posibilidades de poder quedarse allí si daba pruebas de ser buen trabajador por el tiempo que quisiera, incluso con la posibilidad de poder disfrutar de un terreno donado por el gobierno de la isla. La vida transcurría placidamente y desde José, Francisco, e incluso María su esposa, trabajaban unos en una cosa y otros en otra. Mi abuela, como no tenía la edad, pasó a trabajar de asistente, para cuidar a un niño de un matrimonio que regentaba un “Drug Store” o tienda donde se expendía de todo. El trabajo con el tiempo llegó a convertirse en una rutina, los niños asistían a la escuela, aunque podríamos decir que Miguel y Juliana solían faltar mucho porque no estaban acostumbrados a la disciplina escolar, puesto que en Alcalá jamás habían pisado un aula.
Un día era el espejo de otro día.
Francisco con la edad propia de los amores, empezó a mantener relaciones con una chica de Málaga que había hecho el viaje en el mismo barco que ellos en compañía de sus padres en busca, como todos de nuevos mundo y nuevas esperanzas. El amor le cambió la vida a Francisco y al mismo tiempo su mundo se fue haciendo más llevadero. Su vida fue tomando sentido e incluso le pidió permiso al padre de ella para poder establecer relaciones con fines formales. Francisco era una persona que sus descendientes lo consideraban como un señor, serio, formal y buen trabajador que era la base fundamental en los tiempos en que nos movemos para que un padre pudiera permitir que una hija pudiera mantener relaciones con un extraño. Mi abuela Petra seguía sirviendo en el mostrador y cuidando del niño y podemos saber el nombre del dueño, porque al parecer fue tanto el cariño que esta familia le tomó a mi abuela y esta a ellos que cuando mi abuela se casó, años después con mi abuelo, le puso el nombre del dueño del local a un hijo suyo, y por eso tenemos nosotros en la familia un James (Jaime en español) que siempre fue un nexo que mi abuela tuvo de la época que pasó en las islas. Allí suponemos que mi abuela aprendió a hablar ingles, porque mi abuela con no haber ido jamás a la escuela era una mujer inteligente y con capacidad para captar las cosas con facilidad. En el campo, ya de vuelta y casada con mi abuelo, no había un recovero que fuera capaz de darle “coba” ni tan siquiera por la venta de un huevo.
La vida fue transcurriendo entre el bienestar del trabajo y del dinero que cobraban mensualmente en dólares de oro, el clima siempre monótono y el estudio de las nubes que de vez en cuando descargaban produciendo un efecto refrescante y grato que hacía que la naturaleza, agraciada por la mano de Dios, sin duda se volviese más paraíso que cualquier lugar de la tierra. Allí no podía distinguir José Soto cuando era invierno o verano, la temperatura era siempre la misma, era como una eterna primavera “calentita” que hacía feliz al que vivía allí. La luna, al llegar la noche se “aconchababa” con las estrellas y le daba al paisaje un tono blanquecino que se podía leer incluso en los claros de los bosques. Miguelito y Juliana estaban más tiempo en el campo y en los juegos que en el colorido aprendizaje de las letras, les atraían más el azul del cielo y el verdor de la naturaleza que el sueño bandolero y sin fondo de las cosas. Por más que su madre se empeñaba, estaban más tiempo en los juegos, que sentados en los bancos de la escuela como aves enjauladas buscando tras los cristales la refracción de la luz.
María y Juana, aún andaban metidas en tetas y biberones. Fue tanto el “escaqueo” que Miguel y Juliana mantenían en la falta de asistencia a la escuela que a punto estuvo Miguel de tener un disgusto, mientras recorrían por entre los campos, escondiéndose entre los tubos gigantes del riego que una de las veces jugando “al que no se haya escondido tiempo ha tenido” se metió en uno de los tubos gruesos con tanto empeño que se quedó incrustado con la cocorota tan grandísima que tenía. Lo tuvieron que sacar a base de tirones y aún de mayor, todavía lucía una corona quemada del roce por la fuerza que tuvieron que hacer para sacarlo del tubo.
Desde aquel día su madre, utilizando su pedagogía particular, lo “adoctrinó” con un par de “alpargatazos” en el trasero y a Miguel se le quitaron las ganas de meterse en los tubos y sobre todo de faltar a la escuela, más por miedo al moratón, que por afición a las letras.
Seguía la vida y Francisco fue formalizando su relación con su novia. Mi bisabuelo José Soto echaba de menos su país, aunque allí lo estaba ganando bien. Francisco empezó a manejar maquinarias, para lo cual parecía que tenía una gran habilidad. Pero para un alcalaíno, Alcalá es el centro del mundo. Nosotros no somos españoles ni gaditanos, somos alcalaínos y si alguna vez hemos necesitado las capitales ha sido para visitar al medico o para buscar trabajo. Al final siempre dejamos el corazón donde lo encontramos, entre las piedras blancas de La Coracha, en el muro de las lamentaciones de nuestro castillo romano y árabe, y junto al descanso de nuestros antepasados que desde el cielo del pueblo arrancan el vuelo hacia los espacios siderales donde revolotean entre las negras y rojas golondrinas.
Por el río Barbate, nuestro río, juguetón y traicionero a veces, podemos llegar al mar, pero en las tardes de levante el mar viene hacia nosotros y nos mete sus “barbas” en el Picacho, como un anciano de mirada húmeda y semblante cansado. Más arriba, mirando a África, "El Pilar de la Reina” que se esconde tras las brumas del otoño esperando de las hogueras del sol recién nacido, el susurro de las colinas o algún movimiento de cualquier alma dormida entre los arroyos.
Posiblemente las alturas de las montañas de Honolulu, le traerían a la familia Soto, nostalgias del Picacho y lágrimas en sus sudorosos ojos o el recuerdo del aire anclado en su alma desde siempre.
“El mar, me llama hacia el verde de los fresnos y hacia los narcisos blancos de las praderas alcalaínas cuando empiezan las primeras lluvias del otoño”.
Las hojas del calendario seguían corriendo, su situación se había estabilizado, su moreno de hambre se había cambiado a un moreno tropical, de descanso en sus días semanales, de sus comidas diarias, su higiene regular y sus charlas familiares diferentes de las de Alcalá, donde la pregunta que siempre rondaba en su cabeza: qué comeríamos mañana.
José Soto era una persona muy observadora y dominaba el tiempo con la precisión de un meteorólogo, conocía las plantas por haberlas utilizado desde siempre, quizás aprendidas de su padre y este del suyo, de tal forma era así que este acontecimiento tuvo un protagonismo singular en su vida.
Se había dado cuenta de que en el campamento donde estaba, formado fundamentalmente por europeos, las cosas seguían un curso regular sin nada que alterase la vida de trabajo, descanso y familia pero que en los casi tres años que llevaba allí no había visto morirse a nadie, cosa que no dejaba de sorprenderle y él acostumbrado como estaba a “cumplir” en cada entierro de su pueblo siempre que el trabajo se lo permitiera o las campanas le dieran el aviso, ya se le estaba olvidando de dar el “pésame” y vino, como a toda persona llena de dudas a metérsele en la cabeza que podría ser que allí se “comieran a los viejos” y él no se hubiese dado cuenta. Al fin y al cabo, algo había oído que en un tiempo entre los nativos se comían unos a otros. Empezó a roerle el gusanillo en la cabeza y le tenía metido el espíritu en un trance donde la mente no anda ni para delante ni para detrás. Al ser un hombre reservado se volvió nostálgico y tan solo oía en su cabeza como un aleteo de Ángeles despistados. El cielo siempre azul se le hizo descolorido y desgarrado como su propia alma, y junto a su desgana y sus miedos, la nostalgia de su tierra y de su gente.
Empezó a escribir cartas a amigos y a personas que él consideraba que podrían ofrecerle trabajo si decidía volver a su país. Tuvo su correspondencia con todo aquel con el que había trabajado anteriormente, pero apenas nadie se tomó la molestia de contestar a un loco que había tenido la osadía de abandonar el pueblo huyendo de las normas caciquiles que eran frecuentes por aquella época en los pueblos. Las cartas tardaban en llegar a su destino, los barcos no salían con la frecuencia deseada y la gran primera guerra que estaba ya empezando era un obstáculo para la navegación.
Esperaba José Soto el “correo” cerca del mar, como un muchacho loco a quien el amor o el simple roce de la brisa le hacia desnudarse en sus lagrimas y correr por los verdes campos para encontrar el consuelo de las palabras. Su vida se fue haciendo más taciturna.
Una de las veces, con el tiempo recibió una carta, que le despertó las esperanzas. En ella decía: “por la vieja amistad y porque UD siempre ha sido un hombre de bien para esta casa, aquí tiene trabajo por si un día decide regresar”.
Aquella carta hizo que de pronto a José se le iluminaran las ilusiones, tanto tiempo apagadas. Incluso acogió con infinita alegría la noticia de que su hijo Francisco tenía intención de contraer matrimonio con Blanca, la chica española que procedente de Málaga (España) había realizado el viaje con sus padres para probar fortuna, como ellos, en el nuevo mundo.
José Soto empezó a plantear su vuelta, pero de nuevo se encontró con los inconvenientes propios de la lejanía, de la familia y del pasaje. En su tiempo de trabajo había ahorrado un dinero, pero no podía esperar un par de años más para terminar su contrato o quedarse allí definitivamente. De nuevo empezó a cavilar y a darle vueltas a su cabeza para solucionar el problema. Si se venía por su cuenta se gastaría parte del dinero ganado con tanto sacrificio, pero su corazón le pedía volver, su esposa no se encontraba muy bien y al parecer siempre, según la carta, al llegar a España, tendría trabajo seguro. Merecía la pena intentarlo. Por aquellos días Francisco se había casado, tenía su mujer y las cosas le iban muy bien. Estaba encargado de la maquinaria y tenía un puesto que le daba para vivir holgadamente y con perspectivas de poder seguir promocionándose dentro de la empresa. Era una persona tremendamente mañosa, y con los cacharros que recogía sobrante de las maquinas, elaboró para su casa un termo de agua caliente. El agua pasaba a través de un serpentín por la cocina económica y por la presión de la altura llegaba hasta la ducha. Allí controlaba el agua con otro recipiente de agua fría en el que hacía la mezcla para no despellejarse el cuerpo por el calor del agua.
Más de uno, me contaba mi tía abuela Juliana, lo imitaron o pidieron ayuda a Francisco para hacerse su termo de agua caliente. Y así me lo han contado también mis parientes americanos cuando tuve ocasión de conectar con ellos. Francisco se había olvidado de España, allí había encontrado la felicidad, el trabajo, una nueva vida. Atrás, muy atrás quedó la miseria, la humillación y el sin vivir de una vida incierta, por otra parte, aunque ya le importaba poco, el haber evitado ir a la mili le traía ya sin cuidado. Su patria ya iba teniendo otro nombre y otro apellido “LOS ESTADOS UNIDOS DE AMERICA”. España solo estaba ya en su recuerdo. Para Francisco América suponía la tranquilidad donde el tiempo, como la miseria, se había detenido.
Cuando José Soto, decidió dar el paso, es decir, volver a España, porque estaba convencido que su vida cambiaria después de haber estado en Honolulu y con la promesa de tener trabajo cuando volviera, su estado de ánimo fue cambiando, aunque sabía que lo que realmente le hizo llegar hasta allí se iba a quedar allí, y allí se quedaría sin tener jamás la posibilidad de poder volverlo a ver. Era su hijo Francisco. No lo volvería a ver más y sabe Dios si el azar le presentaría otra oportunidad en la vida.
Acostumbrado al campo, a buscarse la vida en él, conocía las plantas como un botánico experto, ya que la mayoría de las veces sus curaciones y las de su familia procedían de plantas que él conocía y que para ellos eran el único recurso del que disponían para mantener la salud.
La hierba luisa, la manzanilla, la hierbabuena. El eucalipto, las pipas de calabaza, el pepino en aguardiente, el sanalotodo, la hiel de lagarto, así como plantas que hacían daño a las personas y a los animales. En su experiencia sabía que si una bestia, fuera del tipo que fuera, comía hierba manchada con la sangre de la menstruación de una eriza, el animal se volvía loco y terminaba la mayoría de las veces despeñándose por algún precipicio o destrozándose entre los alambres como fruto de la locura.
Sabía también que cierto tipo de plantas hacían “malear” a algunos animales causando en los rebaños un daño irreparable, que cuando una bestia cogía sanguijuelas lo mejor para que se le cayeran era cambiarle el tipo de agua, que cuando a una vaca se le daba un puntazo con el filo de la reja del arado, lo mejor para evitar la cojera era amarrarle las cerdas de la cola a la mancera, que el aceite de haber frito a una serpiente servía para calmar los dolores... y así uno y mil trucos para poder subsistir en las mejores condiciones de vida de aquella época en España.
Anduvo “cavilando” la forma de poder salir del trabajo sin causarse ningún perjuicio económico ya que aún le quedaba tiempo de contrato y tendría que coger un barco cuanto antes pues la situación mundial se estaba complicando y no estaba para muchas pérdidas de tiempo. Consultó con María, su esposa, que como todas las esposas de la época tenían una obediencia ciega a su marido.
La pobre de María se deshizo en lágrimas, como se deshace el vuelo de un pájaro en la noche. El destino estaba de nuevo dispuesto a cambiarle la vida, pero esta vez de forma más cruel. Atrás quedaría parte de su familia. Francisco no volvería, había decidido quedarse allí como solución a sus males en España y porque su mujer no estaba dispuesta a separarse de sus padres. Su hija Petra que acababa de cumplir los quince años tampoco estaba por la labor de venirse a vivir de nuevo a España a pasar las penalidades de antaño. Su padre se negó a que ella se quedara y mi abuela tuvo el disgusto de tener que obedecer a su padre por ser menor de edad. María que era una mujer muy preocupada por su familia y de una extrema sensibilidad sabía que nunca mas llegaría a contemplar los esplendorosos amaneceres de la isla; que estaba a punto de despertarse de un sueño que tal vez nunca lo fue y que el sol de los ojos de su hijo Francisco estaba a punto de ocultarse entre las calladas y sufridas lágrimas.
Desde aquel día dejó de regar los crisantemos del parterre del jardín que tenía en la puerta de su casa y que con tanto mimo había plantado al poco tiempo de habitar la casa. Su alma se fue olvidando del olor del mar y de nuevo fueron aflorando en ella los recuerdos tristes de su tierra allá en España.
Por más que lo intentó no pudo convencer a su marido que España ya no era su patria, que ·la oveja no es de donde nace sino de donde pace, pero su marido sólo tenia pensamientos para el regreso. Del miedo salen las tormentas y José ya estaba decidido. Su sueño se había apagado y en su pecho no se dibujaba nada más que el árbol donde anidaban los gorriones en primavera y parte del verano. El mismo árbol que a veces en las tardes de estío lo cubría con una suave camisa de colores.
Sus palabras ya no dejaban ilusión para el futuro y se puso a idear la forma de salir de allí de una forma beneficiosa.
Pronto tuvo la ocasión de poner en práctica su plan. No estaba la medicina muy avanzada por aquel entonces y José, versado en hierbas y ungüentos empezó a idear algo para engañar a aquellos mediquillos del dispensario, donde solía acudir de vez en cuando por motivo de algún problemilla con los hijos pequeños que consistía fundamentalmente en algún coscorrón de Miguel o algún rasguño en alguna pierna. Cosas de chiquillos.
Al problema de la vuelta se le fue enredando otro, no menos preocupante que lo tenía pensativo y le hacía dar vueltas por la isla en busca de alguna solución a su “comedura de coco”.
Eso hizo que de nuevo se le metiera en la cabeza que allí, para evitarse problemas a los mayores se los comían, sobre todo a los chinos. Esta obsesión le venía una y otra vez y de forma periódica como una obsesión y que a cada muerto lo sustituían por otro vivo y nadie se percataba, y que se los comían en cocidos o en pucheros para que nadie se diera cuenta.
Entre las supersticiones y las nostalgias estaba el pobre que se le caía la ropa del cuerpo de tanta “canijera” como estaba cogiendo. Andaba de un lado a otro buscando una solución y esta le vino de los juegos infantiles de su hija Juliana. Una mañana observó que Julianita estaba jugando con su hermano Miguel y otros chiquillos “ a la casita” no muy alejados de la casa y observó que su hija, imitando a las personas mayores, se había pintado los labios con el jugo de unos higos tuneros (que le llamaban tintos) y que destilan un flujo rojísimo y que imitaban a la perfección al carmín de labios que su madre se ponía en las fiestas o en los días que salía a visitar a algún amigo o a recibir a algún vecino del lugar.
José, hombre ingenioso, se le vino a la cabeza que podía sacar fruto de aquel hecho e intentó, sin que nadie se diera cuenta, ingerir higos de aquellos, al principio con precaución y más tarde, viendo que el efecto que le producía era que le hacían orinar un liquido tremendamente rojo, muy parecido a la sangre, se fue tomando diariamente una porción de higos colorados hasta estabilizar la orina en el color carmín que le producían sus jugos. A los pocos días se plantó en el dispensario aprovechando la visita médica que regularmente tenía que realizar. Expuso el extraño caso de su orina roja y aprovechó de camino para hablarle a los galenos sobre su permanente dolor en los riñones. Los médicos lo anduvieron tanteando y fueron dándole largas para comprobar si su “enfermedad” estado era una cosa pasajera o es que su estado de salud se había puesto en contra de él.
Llevaba ya José para cuatro años en la isla, había renovado el contrato y estaba ya a punto de que le dieran “la fanega de tierra” que le tenían prometida a todos los trabajadores que cumplían el tiempo de contrato con el fin de que se quedaran allí aprovechando también ellos el beneficio de aquella tierra.
Todas estas cosas las fue sacrificando José Soto en beneficio de su hijo Francisco que nunca mostró intención de volver a España, sabiendo lo que le esperaba en su país de origen una vez pusiera el pie en el mismo. La enfermedad de José no remitía porque él no ponía remedio para ello y seguía tomándose sus higos y unas veces más que otras orinaba rojo.
Para darle mas fuerza a su enfermedad hizo que su esposa tomara también los higos y los médicos empezaron a pensar si lo que aquel paciente tenía pudiera ser una enfermedad contagiosa. Después de unas semanas de deliberación y de muchas pruebas que no le sirvieron para nada decidieron comunicarle a José, eso sí, sintiéndolo mucho, que por motivos de salud tendría que abandonar la isla, ya que temían que lo suyo pudiera ser contagioso. Toda la familia se hizo la revisión y ninguno salvo José y su esposa dio “sangre” en la orina, pero para evitar sorpresas, el equipo medico informó a la compañía contratante que por el bien de la comunidad sería conveniente que la familia Soto abandonase la isla, que se le pagara su despido y los beneficios propios de los años que debería estar allí más el pasaje para él y para todos sus descendientes, a fin de evitar que pudiera ser una enfermedad contagiosa y crease problemas entre el gremio laboral.
Como quien no quiere la cosa, José empezó a ponerse bueno, una vez que tuvo la “papela” de vuelta en el bolsillo. En este espacio de tiempo, mientras el barco llegaba o no llegaba, Francisco tuvo tiempo de casarse y llegó a ocupar la casa de sus padres negándose a venirse para España y seguir disfrutando de los bienes que la isla les había ofrecido y seguía ofreciéndoles. En este periodo de tiempo Francisco pudo encontrar trabajo en San Francisco (California) a través de la misma empresa azucarera para de camino poder acompañar a sus padres durante los tres mil y pico de kilómetros que separa el continente de las islas. Todos sabían que el barco era el límite de la familia, y que sabe Dios, cuando volverían a verse.
La fecha exacta en la que salieron de Hawai es difícil saberlo a ciencia cierta porque no existe documentación a este respecto pero teniendo en cuenta que mi abuela nació con el siglo, se fue a América con once años recién cumplidos, volvió a España con catorce años cumplidos ya próximo a los quince, podemos decir que estuvieron allí cuatro años para cinco. Muchos de mis familiares hablan de que el barco regresó a Gibraltar de donde salieron; unos dicen que fue en un barco que transportaba municiones, otros que si en un mercante…el caso es que ellos no se aclaran puesto que el viaje fue en cierto modo un tanto irregular, y no creo que ellos fueran capaces de distinguir un barco de otro.
Lo que sí es cierto es que José Soto se vino con su dinero ahorrado, pensando que en España podría emprender una vida diferente a la que le hizo irse al extranjero.
El barco de vuelta, después de recalar en san Francisco, emprendió la vuelta por el mismo camino por el que se habían dirigido a América camino de Gibraltar, no sin tener que sortear ciertos peligros que conllevaba un mundo en conflictos y recelosos de todos.
Aparecieron en Alcalá, un poco más ricos y más cultos, pero sin tener donde meterse, puesto que la choza en la que habían vivido ya no era lugar adecuado, y además una vez que uno se acostumbra a lo bueno lo malo es dañino. Estuvieron un tiempo para reponerse del viaje, del que según parece estuvieron cincuenta y tantos días en el mar, antes de que José empezara a dirigirse al señor que le había prometido que en el momento en que vinieran tendrían trabajo en sus campos. Lo malo es que los que le hicieron la promesa jamás pensaron que ellos podrían volver de nuevo a una tierra que prácticamente los estaba matando de hambre. Aprovechando el refrán: “Lo que te haga falta, hasta que te haga falta”.
Mientras tanto estuvieron parando en la Posada de la Cruz donde el tiempo pasaba y pasaba, y el trabajo no llegaba. José Soto se metió en unas operaciones comerciales, como fue la de comprar un campo con los ahorros, que no le salió bien y tuvo que malvenderlo, y entre una cosa y otra se fue comiendo el dinero y las esperanzas de un trabajo medio digno. Cada vez que se dirigía al de la promesa por carta este le contestaba: “José no voy a echar a uno para meterte a ti”. Tanto insistía que por fin pudo colocarse en el cortijo de Las Joyas, en un rincón del mismo. El dueño, para evitar la sangría económica que le suponía el tener que estar metido en una posada pagando diariamente la manutención de una familia, le cedió un trozo de terreno en una esquina de su finca, justo enfrente de una venta que siempre ha llevado el nombre de “La Liebre”, y junto a una barranca del arroyo, donde la familia, con la ayuda del novio de mi abuela Petra, Manolo Martínez, se hizo una choza, que en boca de uno de los Toscanos, hoy un señor mayor, entonces un jovenzuelo, decía que la choza de José Soto era como un “palacio”, y que su padre la visitaba con frecuencia admirado de las comodidades que la choza tenía para los tiempos que corrían.
Con el tiempo mi abuelo Martínez, que trabajaba con los Toscanos, terminó casándose con mi abuela Petra, colocándolo, de entrada, de “encargado” en el cortijo, mientras José Soto, hacia las veces de pastor de ovejas y cuidador del ganado en general.
Entre los recuerdos que mi abuela conservó hasta última hora, figuraba un mantón de Manila de colores muy vivos, que parece que existe pero no sabemos en manos de quien, un abanico en las que figuraba en cada aspa el nombre de todos los hermanos, el de su padre y el de su madre, unas botitas blancas que tuvo que vender y que quiso recuperar pero ya la señora no quiso cedérselas porque era un recuerdo de la señora con la que estuvo trabajando, y un “banyo” que sin saber por qué me desprendí de él porque después de tantos años estaba muy estropeado y me costaba arreglarlo trescientas pesetas, y ni mi economía ni mis padres estaban en disposición para aguantar músicas aunque estas fueran celestiales.
En una conversación con D. Luis Toscano, padre de Nicolás Toscano Liria, amigo de la infancia, sentado una tarde en la Alameda escuchando el silencio de la puesta del sol, decía D. Luis que su familia se sorprendía siempre que cogía un mapa de cómo un hombre sin estudios hubiese dado DOS MEDIAS VUELTAS AL MUNDO o lo que es lo mismo, le contesté UNA ENTERA.
“EL HAMBRE D. LUIS, EL HAMBRE”.
Mi abuelo Martínez se compró al cabo de unos años la huerta del Sarandeo, figurando en la escritura como testigo el “patriarca de los Toscanos” y se sorprendieron que mi abuelo que parecía saber tanto, a la hora de la firma estampara la huella del dedo, documento tan valido como cuando estrechaba la mano.
Hoy la familia de San Francisco, anda por América, un accidente acabó con parte de la misma. Los que quedan apenas tienen recuerdos de España, aunque como ellos dicen: AUN TIENEN un trozo de corazón por estas tierras.


Manuel Guerra Martínez
Mayo de 2006

El tiempo que hará...