sábado, 21 de febrero de 2009

LA VIRGENCITA DE LA SALADA

Una mujer admirada por muchos títulos –humanos, sociales e intelectuales-, escribía a propósito de su historia personal, entrelazada con la alcalaína: “Todos los pueblos tienen su historia. Una historia que habla de fenicios, romanos o árabes. Pero creo que no es por esa historia por la que se ama a un pueblo. Es por esa otra historia, pequeña, íntima, hecha de pequeños detalles, que vive en nosotros, que nos calienta con su recuerdo, por lo que nos sentimos tan ligados a un lugar y lo amamos...” Vinieron a nuestra memoria estas frases de Anita Salgado cuando la procesión de la Virgen de la Salada de hace pocas fechas, porque esta imagen y esta capilla son pequeña historia, pero entrañable y cálida para los alcalaínos. ¿Quién no recuerda sus visitas de antaño, para rezar a la Virgencita suburbana en solicitud de protección por algún apuro o en gratitud por alguna gracia obtenida? La misma escritora, refiriendo los años de la guerra, apenas recién llegada al pueblo, evoca la vieja costumbre: “Íbamos por la calle de la Salada a ver a la Virgen. Todo el mundo tenía promesa, yo por no ser menos también las echaba...” (1). Se acudía y acude a la Virgen de la Salada pues ella reproduce, en la inmediatez del pueblo a la Madre, Reina y Patrona, nuestra intercesora ante Dios, que preside en su agreste y más alejado Santuario.
En dicho traslado del pasado mes de junio, hubo desagravio por los lamentables y perdonados destrozos de su camerín y efigie, y también alegría por la feliz restauración de la imagen, realizada con generosidad y pericia artística por Manuel Jiménez Vargas-Machuca. Y asimismo hubo deseos en algunos por conocer antecedentes de aquella singular capilla, sobre la que se sabe poco.
He aquí llegada la ocasión de reunir varios modestos datos.
Por lo pronto subrayar que es práctica antigua en las ciudades españolas este uso de erigir ermitas o situar retablos pictóricos, principalmente imágenes de Nuestra Señora, sobre las puertas de los recintos murados y a las entradas del pueblo. Muchas veces se colocaban las imágenes sobre cipos o columnas, según lo había establecido el canon VIII del I Concilio de Antioquía. Tal vez el mismo altar elevado de la Patrona que conocimos dentro de la Puerta del Sol, viniese a sustituir algún otro símbolo religioso más primitivo. La intensa piedad de la época se instalaba al aire libre con sus devociones particulares y significado propio. “Los pequeños lugares de oración que jalonan y santifican el espacio urbano, desacralizado y las imágenes y santos, protectores del microcosmos de una calle o una vecindad, se convierten para el homo religiosus en la proyección de la divinidad en lo cotidiano, sobre sus miserias y sus tragedias” (2).
Este oratorio mínimo de La Salada –es decir, próximo a la Fuente de ese nombre, que rotuló toda la prolongada vía-, estuvo ciertamente precedido de una sencilla ornacina con la Virgen, luego protegida en un recinto peculiar, ya con caracteres de minúscula capilla, donde Santa María con el Niño, bien exenta o ya sobre andas, es decir, la Virgen de los Santos, recibía las promesas, las oraciones y el saludo de los viandantes. Por su probable relación con este origen, no queremos dejar de mencionar que hacia 1740 era uso y costumbre pasear una imagen pequeña por las calles, pidiendo limosna en las calamidades o por la fiesta patronal, conforme lo expresa el mandato testamentario de unas andas que le hace ese año don Diego Cortegana:
“Declaro que yo y Dª Isavel de Cabrera mi mujer tenemos ofresido hacer unas Anditas pequeñas de plata, para el tavernáculo de Nuestra Señora de los Santos sita en el término de esta villa con que se pida por la calle, que han de ser maderas cubiertas de plata, mando que mis albazeas ajusten y paguen las dichas Anditas y las entreguen a dicha hermita y su mayordomo” (3).
Dicho encargo debió realizarse, y aunque las andas y la pequeña imagen estarían habitualmente en el Santuario, se llevaban al pueblo para las peticiones, como dice la cláusula transcrita. Acaso si se decidió en el siglo XVIII que fue época de auge de estas devociones que estos símbolos permanecieran en el mismo Alcalá y en su ya flamante capillita, sustituta de un primitivo y más elemental hueco en alguna pared. Por esta calzada llegaba la Virgen cuando se le traía al pueblo desde su Santuario.
No parece que las andas hoy existentes sean las arriba indicadas, porque se trata de tiempo demasiado lejano para la buena conservación; en las andas pequeñas que hoy están en uso público o privado –y algunas de las cuales son obras primorosas de Rosado-, no existe plata, si bien cabría pensar si el metal se refundió en las actuales de la Virgen, cuando recogiese de limosna toda la plata necesaria para estas nuevas andas, varales y templete cupulado, en la restauración de González Ripoll de 1896, después del vandálico robo sufrido en el Santuario.
Qué origen tenga la Virgencita de La Salada, lo ignoramos. El cuidadoso restaurador ha observado cierto mérito artístico en la imagen, con restos de policromía; el Niño parece de época distinta y de menos calidad. Ambos son de barro. Por lo demás es aplicable a la Virgen de los Santos de La Salada, cuanto consigna Sancho de Sopranis sobre otra antigua efigie de características semejantes: “Que pertenece al grupo de imágenes que entonces se llamaban vicarias, por ser las que en sustitución de aquellas de gran veneración, difícilmente se removían de sus Santuarios, de las que eran reproducciones más o menos fidedignas; se utilizaban en procesiones o se colocaban –tal fue este caso- en aquellos lugares donde se quería tener presente a las originales”.
Aunque de manera indirecta, consta la existencia del “nicho o capilla” en La Salada antes de 1846, pero sin duda instalado mucho tiempo atrás. En efecto se menciona este ornamento callejero con ocasión de la notable tarea que se impuso ese citado año un hombre emprendedor, José Mª de Puelles y Serri. Este alcalaíno –que había sido, por cierto, el primer Alcalde de elección popular, proyectó entonces, a título particular y benéfico, la construcción de una barriada para jornaleros y personas de escasos recursos en “la salida del pueblo por el lado de la Salada, cuyas casas llegaban hasta el nicho o capilla de la Virgen de los Santos”. Para tal obra obtuvo del Ayuntamiento “la concesión de ambos lados de la calzada, con la idea de hacer allí, como construyó en efecto, una barriada de pobres que se denominaría barrio de la Virgen..., construyéndose al cabo de veinte casas cómodas de un piso y seis de dos, todas con sus alcobas y cuadras, y poniendo al pueblo cerca de los pilares de la fuente”. (4)
Aunque la mayor parte de estas nuevas casas parecen corresponder al muro de contención de la Coracha, ya arriba se apunta que algunas estarían en la acera derecha, hecho que se confirmará con varios textos que aduciremos. El recinto primitivo que albergaría a la Virgen –el que llaman “nicho”- se transforma ahora, según puede deducirse, en camerín o capilla, no sólo resguardada de la inclemencia ambiente, sino en verdadera casita destinada al efecto. Más o menos estas construcción hubo de quedar englobada en el conjunto de las que llamaríamos “casas baratas” referidas, y aunque en parte separada por una tapia que llegamos a conocer, sí tuvo adosada otra vivienda, igualmente del “barrio de la Virgen”.
Así, consignado está en la testamentaría de Isidro, hijo del que llamaremos “fundador” y del que heredó la casa entonces número 17 “lindera por norte y levante con la misma calle, por sur con el arroyo del cuartel y por poniente con casa de esta testamentaría”. También cabe citar otra escritura de 1883 (5), con mención de la hacienda “Alamillos de la Cárdena, situada frente de la Coracha, mediando la calzada de la fuente pública Salada..., que linda por el Norte con la Reguera que sirve de desagüe de la calle de la Salada, por el Sur y Oeste con la casa-cuartel y casas de los herederos de don José María de Puelles y Serri y por el Este con los Alamillos”.
En 1916, el activo Arcipreste don Pedro Martínez Machado, con autorización del Obispo, concertó con doña Juana Ramona de Puelles la cesión por ésta, a la iglesia local y a perpetuidad, de la casa-capillita. Se hizo escritura de venta por razones legales, pero fue regalo de esa señora como consta por testimonios y se conoce por diversos adjuntos (6), a su vez, doña Juana Ramona hacía constar que la había heredado de su padre, otro de los hijos del constructor del barrio. Se describe entonces la llamada “Casa de la Virgen” marcada con el número 20, “compuesta de dos pisos, que con inclusión del corral, que está a su espalda, mide un área de treinta y cuatro metros y tres decímetros cuadrados; y linda por la derecha entrando con la casa conocida por el Cuartel, y por la izquierda y espalda con huerto de los herederos de Don Andrés Corrales Barranco”. La casa se aprecia en 250 pesetas, abonadas “con dinero exclusivo de las limosnas depositadas en el cepillo de la Hermandad de Nuestra Señora de los Santos, y para el solo objeto de dar habitación al servidor que cuide a tan venerable imagen”. Aquí reside el punto interesante, pues revela el uso del recinto también como vivienda permanente, adosada al camerín, y con planta elevada sin duda de erección moderna. En tal novedad insiste otro valioso párrafo del contrato:
“Desde tiempo inmemorial, existe adosada al muro lateral izquierdo de la casa descrita anteriormente una hornacina que contiene una imagen de talla de la Patrona de esta Ciudad, Nuestra Señora de los Santos, objeto de veneración constante de los piadosos alcalaínos, y como necesita, para su mayor culto y esplendor, una vivienda para residencia de la persona que cuide el ornato y limpieza del susodicho recinto, consagrado a la excelsa efigie, se ha autorizado por el Excmo. e Iltmo. Señor Obispo de Cádiz, Don José María Rancés y Villanueva, al compareciente Señor Arcipreste para que concurra a esta compraventa...”
Según nos informó don Pedro Fernández, acordó la Junta de Gobierno en época reciente –en la que fue celoso Mayordomo-, obras de ampliación de esta residencia aneja para los guardeses, quedando todo el bloque exento por completo al desaparecer también el trozo de tapia y mostrándose la estructura y techo de la capilla con formas arquitectónicas específicamente religiosas.
Hicimos mención del retablo de la Puerta del Sol ya desaparecido por su avanzado deterioro. Ahora añadiremos la reflexión de que, en cierto modo, nuestro oratorio de La Salada le suple con ventaja, porque aquí verdaderamente existe una imagen tallada y también está calzada, entrada secular del pueblo, se ha transformado en vía populosa y prolongada, tanto o más que cualquier otra vieja puerta de histórico acceso.
La calle de La Salada conservó este nombre al menos hasta 1885, cuando en 23 de julio el Ayuntamiento clasifica al pueblo por secciones urbanas: pertenecía a la sección 4ª: Amiga, Osorio, Barrio Nuevo, Revuelta, Alonso Cárdeno, Salada, Sol, Luna y Despeñadero. Sin embargo, ya en sesión municipal de 30 de julio de 1900 se encuentra en nueva clasificación y con distinta nomenclatura: Sección 5ª, formada por Despeñadero, Lerma, Nuestra Señora de los Santos, Sol, Río Verde, Tizones y Montes de Oca (7). Y sigue hoy, afortunadamente, llamándose igual.
El mismo día en que se traslada solemnemente la Virgencita a su capilla –reforzada la seguridad de ésta-, la actual Junta de Gobierno ha tenido la satisfacción de inaugurar y hacer bendecir la casa actualmente número 38 de la calle Real, planta baja, adquirida por la Junta anterior para local social ciudadano. Edificio que fue por cierto morada particular de la aludida doña Juana Ramona hasta su muerte en 1931. Es mansión de elegante presencia y bello herraje en cierros y balcones, presidida por la original cenefa o emblema de una alada cabecita de ángel de la guarda adornando su fachada. Nos resulta ahora posible pensar que la Virgen “ha pagado” a aquella señora su donación de casita, honrando la vivienda al hacerla su Casa-Hermandad y hogar privilegiado donde estará permanentemente –en hermosa ornacina, obra del generoso Emilio Ayllón- otra Virgencita de los Santos.
Casi todo lo que hemos dicho parece o es, menudo, casi particular, pero ¿no confesamos al principio que esta pequeña historia no es válida, e íntimamente querida, y que quizá por aquel carácter nos cale a todos más hondo, hasta el profundo subsuelo del alma? Al fin, hablamos a hijos de María de los Santos y sobre una capilla santa, porque a ella se va con amor y se puede ir a llorar cuando lo exige el drama de la vida. Esta vez, dijo con hondura Unamuno: “Lo más santo...es el lugar a que se va a llorar en común. Un Miserere, cantado en común por una muchedumbre, azotada por el destino, vale tanto como una filosofía. No basta curar la peste, hay que saber llorarla.”
Con nuestra Virgencita y esta su pequeña capilla urbana, ya connaturales entre nosotros, la ciudad se nos revela con su mejor sello: como lugar eminente de la comunión humana, signo de la Ciudad definitiva.
Fernando Toscano de Puelles

NOTAS.-

(1) Programa Ferial de 1968.
(2) J. Rodríguez Mateos, en El Folk-lore Andaluz, 1988, p. 281.
(3) Archivo Histórico Provincial, escribano Marchante, 2-VI-1740.
(4) Las citas son de Manuel, hijo del constructor del barrio, en su Historia manuscrita de la familia. El acuerdo municipal está consignado en acta de 20 de febrero de 1847.
(5) De 8 de octubre, ante notario Espinosa.
(6) La escritura es de 9 de febrero y la casa quedó inscrita en el Registro de la Propiedad al Libro 41, folio 17.
(7) Archivo Municipal, Libro Capitular 84, antiguo, folio 25.

LA FAMILIA DE SÁINZ DE ANDINO (EN HOMENAJE AL COLEGIO DE SU NOMBRE)

No existe todavía un verdadero biógrafo de Pedro Sáinz de Andino, el ilustre autor del Código de Comercio y promotor de tantas insignes empresas mercantiles y jurídicas. Esta desproporción entre las escasas noticias de su persona y la enorme importancia de su obra es, como dice el exministro Don Jesús Rubio, “extrema y extraña”. Deseoso de remediar en lo posible dicha laguna, Rubio, en su obra Sáinz de Andino y la codificación mercantil (Madrid, 1950), recogió algunos datos del jurista y de sus familiares, tomados fundamentalmente de la Información de Hidalguía, etc., para el ingreso de Don Pedro en la Orden de Carlos III. Hemos querido perfeccionar la tarea, aportando nuevas noticias relativas a la estirpe del jurista alcalaíno, para lo que nos han servido, sobre todo, las referencias halladas en los expedientes alcalaínos en el Archivo de la Curia Diocesana de Cádiz, relativos a Rufino (1801) y Juan de Andino (1783).
Contra lo que dice Rubio, el abuelo de Sáinz de Andino no contrajo matrimonio en Cádiz, sino en Bornos (véase partida de bautismo del hijo Juan). Después de la boda se estableció en Ubrique, donde nació su hijo Rufino, y luego en Medina Sidonia, donde nació el 8 de febrero de 1759 su segundogénito Juan es mayor que Rufino. Juan, bautizado el siguiente día 10 (libro 25, folio 65). Seguramente ya nacida también la hija María (de la que se sabe ahora por vez primera y que casaría con Julián Japón, natural de la Puebla de Coria), pasó a Alcalá de los Gazules hacia 1777. En Alcalá figura la defunción del abuelo de nuestro jurista, al libro 7, folio 32 vuelto, el 6 de noviembre de 1785, habiendo testado el anterior día 2, ante don Gaspar Troyano, escribano del Cabildo y público de la villa, y nombrado herederos a sus hijos. Expresamente declara no tener bienes propios, ni de su mujer, sino sólo gananciales. La viuda, doña Petronila Pinceti, casó en segundas nupcias con don Pablo Villoslada, y falleció en 1797, dejando también su herencia a los tres citados hijos (libro 7, folio 180 vuelto).
Juan de Andino y Pinceti tuvo sus dificultades para casarse –como al fin lo logró- con la alcalaína Isabel Álvarez Sánchez, en cuyos trámites firman los padres de los contrayentes otorgando su permiso. Por cierto que el padre de la novia era Antonio Álvarez del Cristo, apellido que se relaciona tradicionalmente con el cortijo del Saltillo o del Cristo, y con la estirpe del célebre Mendizábal (don Juan Álvarez Méndez).
Rufino, el padre de nuestro ilustre paisano, casó dos veces. La primera, el 28 de abril de 1784 (libro 13, folio 21), en Alcalá y con la alcalaína doña Elvira Álvarez Sánchez, que a pesar de la identidad de apellidos, no es hermana de la citada doña Isabel, pues aquella era hija de los también alcalaínos don Pedro Bernardo de Álvarez Vitorino y doña Francisca Sánchez López Daza. Los Álvarez Vitorino fueron hidalgos, como consta, por ejemplo, en la excepción de alistamiento el año 1782 de don Sebastián, hijo de don Pedro Bernardo y hermano de doña Elvira. Tenían casa en la calle de los Pozos, y debe rectificarse la afirmación de Rubio de que era una “modestísima familia labradora”. Rubio ha confundido personas, pues los que da por padres de doña Elvira son sus abuelos: Pedro Álvarez Terón y doña María de Oliva, los cuales sí eran trabajadores modestos. Pero los padres de doña Elvira eran ricos, con labranza y ganadería de envergadura, como consta por la partición de bienes al fallecimiento de la madre, doña Francisca, en la que entraron a la herencia cinco hijos, recibiendo cada uno un lote apreciable. (Escritura ante el escribano de Alcalá don Rafael González de Lora, el 4 de Septiembre de 1808).
Don Rufino fue diputado del Pósito Común de Alcalá en 1789.
Del matrimonio de Rufino con Elvira nació el jurisconsulto don Pedro Sáinz de Andino y Álvarez. Pero fallecida su madre el 23 de octubre de 1800 en Puerto Real (a donde se trasladó el matrimonio en 1791), el viudo contrajo nuevas nupcias con doña María Gómez y Farfán de los Godos, natural de Lora del Rio y viuda a su vez de don Pedro Moreno, el cual había fallecido en Alcalá de los Gazules. Es curioso el dato de que ambos consortes premuertos lo fueron en la epidemia de fiebre amarilla de 1800, sí bien uno en Puerto Real y otro en Alcalá; también lo es la noticia marginal del fallecimiento en la misma epidemia del maestrante de Ronda don Alonso Delgado de Mendoza y Peña, padrino que había sido del futuro gran jurista. Don Alonso, administrador del Duque, debió traerse de Medina a los Andino; precisamente ese año de 1800, a 23 de septiembre, continua don Rufino desempeñando el empleo de Fiel Interventor de la almona de Puerto Real, de los privativos de la Casa Ducal de Alcalá (Medinaceli), en la que sirvió también su padre. En 1803, Rufino vuelve a Alcalá al ser Mayordomo de Propios; seguía con este cargo en 1806. Doña María Gómez dio a luz a Josefa Sáinz de Andino, hermanastra de nuestro don Pedro, la cual casó con don Hipólito Abela Echarri.
La madre del jurisconsulto, doña Elvira, tenía 36 años al morir, y otorgó testamento ante don Lorenzo Pereira, escribano portorrealeño. Al contraer su padre las segundas nupcias, nuestro Pedro tenía 15 años, era Bachiller en Teología e iniciaba su carrera universitaria en Sevilla.
De María del Carmen Sáinz de Andino y Álvarez se sabe que casó con un Salido, del que tuvo dos hijas: María Cayetana y Ángela.
Rufino José, hermano también del autor del primer Código español de Comercio, era en 1842 Teniente de Caballería retirado, y fue agraciado, como su hermano Pedro, con el nombramiento de Caballero supernumerario de “la Real y distinguida” Orden de Carlos III (expediente en el Archivo Histórico Nacional, nº 2.452). En la asamblea de la Orden de 27 de Noviembre de 1830 había sido aprobada la información de don Pedro (A.H.N. nº 2.066).
A la vista de la pertenencia a esta Orden de los Sáinz de Andino, bien se comprende una vez más las frases de don Vicente Vignau respecto al “Índice de pruebas” de los Caballeros de Carlos III, publicado en 1904: que constituye no sólo un tesoro inapreciable de documentos genealógicos relacionados con un número considerable de familias ilustres, sino el fondo biográfico de la mayor parte de los hombres públicos de alta consideración que han florecido en España en estos tres cuartos de siglo, y fueron condecorados con esta distinción, tenida siempre en la más alta estima”.

Fernando Toscano de Puelles
Fiestas y Velada en Alcalá de los Gazules en honor de
Nuestra Señora de los Santos, Patrona de nuestra Ciudad.
Domingo 14 de septiembre de 1.969

viernes, 20 de febrero de 2009

LOS VUELOS DE CUESTA ARANA

DECIMOCUARTO VUELO. Angelitos Negros.

Fue una época en blanco y negro, que uno alcanzó a ver de refilón de replegada lenta como una canción de silencio aflojando el sonido en la lejanía, en la traspuesta de un sol plomizo (vaca en brazos) y el candilazo o el mañaneo de unos tiempos con menos humo en el cristal.
El retrato de Alcalá, se pintaba de adoquines y olor a puchero (el que podía) y los pregones de la gente de las huertas por la mañana temprano entre la luna harinada del “mollete que está caliente” y el tufo a café de estraperlo y la campana gorda de la Victoria tocando a misa vespertina. El reloj de la Alameda en su sitio, silencioso, trabajando el tiempo; nunca sonó, nunca tuvo alma de carrillón. Con lo grande que era el reloj y no hablaba y siempre (como el país) con la aguja marcada. Como cántaro roto o “boquín” que se dice aquí (que estorba en todas partes) lo mudaron hasta cuatro veces, para que luego digan que el tiempo no vuela. Era la Alcalá del paseo en el “Control”, del chicoleo inocentón y la carabina acechando con el ojo abierto como la liebre; de noviazgos en el quicio de la puerta, de anuncios por la radio marca Iberia, de los bolos (canica de barro o cristal que venían en las gaseosas); de los trompos, de las púas “zaragañetas” en la fragua del “Cucu”; de los zapatos “Gorilas” y el hornillo de carbón de casa Petronila (en la calle del Sol) y el clareo del infiernillo; de la chavalería jugando a los curas; de las capillitas ambulantes de los santos con las devociones (San Martín de Porres, el Padre Tarín, San Tarsicio, Santa Teresita, la Virgen del Carmen, el Corazón de Jesús). Y la abuela rezando la oración de San Antonio por la pérdida de algo: “Si buscas milagros mira Muerte y honor desterradas/ Miserias y demonios, huidos/ Leprosos y enfermos sanos”, tanto y a lo mejor para que apareciera un dedal. Las barricas de sardinas arenques luciendo como soles plateados a la puerta de las tiendas; el primer anuncio de Coca-Cola en lo de Arroyo. La leyenda fresquita del “maquis” y de sus horrores; del grito tarzanero de los chiquillos en la bravura de las higueras de la Coracha; de las flores artificiales “más bonitas que las de verdad”; de los chistes de toreros y de cuartel; de la poesía en edición popular (Espronceda, Gustavo Adolfo Becquer, Lorca, Rubén Darío, por sólo una peseta en Ediciones Patrióticas); del libro de los enamorados (o del libro de los piropos). Y en los discos dedicados: Valderrama, Príncipe Gitano, Marchena, Paquita Rico, Antoñita Moreno, Carmen Sevilla, Antonio Molina con la “Paloma blanca”, Lola Flores, Canalejas y seguía y seguía la cuerda musical dándole vuelo a la memoria. En fin, toda una crónica de la sentimentalidad al alcance (como el No-do) de todos los alcalaínos, y de vez en cuando, el repaso al álbum familiar. Tiempos de gusanos de seda alimentados por las moreras linderas del cementerio. Y el maestro Don Francisco Requena preguntando:
¿Qué es la aurora boreal?
Y los niños respondiendo:
Lo de aurora, chispa más o menos lo sabemos, lo que no sabemos es lo de boreal.
La tabernilla “El Manicomio” en la calle de la “Salá” (donde hoy está la tienda de Juan Moro) haciendo gala de su nombre, entre el traicionero vinillo de mistela y las aceitunas perrunas de sal (estrategia comerciante para ansiar más la bebida). Y cuando aquello decía aquí estoy yo, “agriado ya el vino”, el asunto se ponía caldeoso y del parlamento espeso se llegaba a las manos y raro era el día en que no tenía que acudir la autoridad.
La Coracha, el Ejido, (el “Lejío”) o la vera del Lario o los alrededores del pueblo eran paisajes escatológicos, soledades propicias para desterrar las miserias humanas y sus olores; el alivio del vientre entre el burladero de las tunas o la sombra apretada de las higueras bravías y los chiquillos cantando el gori-gori: “Mi padre arrendó un cortijo/ lo primero que me dijo/ que al que viera (de) cagar/ le tirara una pedrá”. Y el cagón corriendo con los pantalones hechos una traba.
Era la Alcalá de los diteros con aquellas enciclopedias de trampas debajo del brazo. El olor a berza cocida. De los pobres del “viernes” y de los señoritos en la trasnoche. De la Sección Femenina repartiendo libros y bailes regionales. De los cuarterones de tabaco de “matute” (Montecarlo y Montecristo, a escoger, la buena picadura de Gibraltar); del librito de papel de fumar “Zig-zag” (con la hoja roja avisando el final). Del Ceregumil y Gallina Blanca. De los muñecos de cartón, los recortables, los cromos, de las estampitas de los artistas de cine que venían en las galletas “Artiach” (Gary Cooper, Claudia Cardinale, Marlón Brando, Liz Taylor, la Bardot... una infinidad). Todo venía en los papeles. Todo: Lea “Ondas” (actores y actrices); “Hola” (cotilleo amable); “El Ruedo” (los toros); “Marca” (el fúlbol) y “El Caso” (el crimen). Eran los tiempos de “El Coyote” (un justiciero quijotesco) y “Carpanta” (un muerto de hambre). Del controluz de la moda, la vuelta de la ropa vieja. Y la gente a llorar en el cine de Gómez con la película “¿Dónde vas Alfonso XII?”. Y los No-dos con el vuelo final del águila planeando en el silencio de la penumbra. Y la peripatética imagen de un general bajo palio. El aliciente de la radio y la lotería. Y la matanza del cochino (el que podía). Unos tiempos con orejeras de tosca talabartería. Y el microsurco girando a 45 revoluciones por minuto alzando al aire la memoria musical rompedora del tiempo y su silencio: “Se vive solamente una vez”; “era alto y rubio como la cerveza”; “soy un rayito de luna que alumbra el cementerio”; “Qué felices seremos los dos”; “a la conga del canuto / ahí viene, ahí va”; “Qué lindo es Jalisco”; “recuerdo aquella vez”; “¡Siboney! / yo te quiero / yo me muero / por tu amor”... Mientras tanto (aquí lo ignorábamos por completo) Elvis Presley, un chaval americano de negro tupé cantaba “Heartbreack hotel”. El puente generacional se cuarteaba sin remedio. El “Rock and Roll” ya venía de camino.
Unos tiempos ciertamente grises, velaban la atmósfera alcalaína a la fenecida de los cincuenta y apuntada de los sesenta, “la década mágica”. Una estampa entre el carmín rojo y el velo negro. Entre la alpargata y el zapato de tacón. Entre la sarga y el organdí. Entre la piojera y la colonia. Entre los que comen y los que no comen... La convalecencia de la guerra de los mil días era larga como un día sin pan. En fin, una triste desarmonía de contrarios.
Y uno, el que escribe, que no es viejo, al menos por el momento, vio el recio retrato del chiquillo pelón con mirlo recortado, la ropilla concursida, zapatitos de goma que apestaban más que la madre que los parió; dos velas de moco; desertor de la escuela en la inclemencia de la calle, devorando con los ojillos salpicones un mendrugo de pan a la sombrita de un sol enfermo. Aquél retrato lo vi yo en la Plaza Alta. Un reflejo sin duda en el pozo oscuro de la patética historia más reciente. Se vio claro que Alcalá, la Alcalá de nuestros padres anduvo mucho tiempo bailando con la de los ojos grandes. Y la gente del campo, con sus rabiaderos, a brazo partido con la miseria humana. El “ojirri” de los tiempos mirando a través de un culo de botella.
Y con esto llegó Machín. “Esta noche canta Antonio Machín en el Cine Andalucía”, el clamor popular. Un acontecimiento. El hecho debió ocurrir, según me presta la memoria, a principios de los años sesenta, a tenor de que uno recuerda verse todavía con pantalones cortos (confeccionados en lo de Francisca Pino) tres dedos por encima de la rodilla y la soleada compañía de Rafael Acedo, regordete, (que cada mañana lloviera o tronara redoblaba un tambor imaginario, que imitaba con la voz, en onomatopeya perfecta por la calle de la “Salá” arriba: “Poropón, pon, porrón, pon, porropón”. Y juntos escalábamos el pueblo donde aguardaba el “Convento” y sus maestros, y las banderas al viento y los planetas, los quebrados, el cabo Machichaco y la muerte de José Antonio (y todo ello con la búsqueda furtiva de los nidos de los tordos).
Antonio Machín en Alcalá. El pueblo despoblado. Sólo una función. Los caminos del campo un transfuguismo de ocasión. Las bestias aparejadas; orugas procesionarias. Tres cosas, dicen los antiguos que hacen salir al campesino de su casa: procesiones, toros y personas reales. Y aquél día: Machín también.
Todas las edades se alborotaron la noche de aquél día en que Machín vino a cantar a Alcalá. Las butacas, el anfiteatro y el gallinero del Cine Andalucía a tente bonete. Atmósfera apretada de fiesta. Vaho luminoso en el ambiente. Una escenografía “kitsch” (cursilona) a punto de estallar, a flor de caramelo. Con una especie de fanfarria tropical, salió al escenario el cantante cubano, lento, pausado; maracas en la mano, luciendo un traje café con leche (a tono con la piel) con solapas de raso rojo a juego con el festón en los perniles; pajarita negra y zapato blanco. Su imagen calma contrastaba con el ritmo movido de la orquesta. Frisaba Machín ya los sesenta años (nació en el año I). Antonio Machín, “el de la voz en la radio”, en persona. Silencio y un vago rumor ante la presencia imponente de aquél retrato exótico de color cacao, tirando a índigo; blancura de dientes y ojos; pelambre corta de astracán (todo un puro ricito); afilada la faz y prognato (el mentón como Juan Belmonte), enteco como un pergamino oscuro y con las piernas semejando un alicate –de tanto arqueo-, que hasta por éste motivo uno del gallinero le tiró un chiste chocante de mal gusto. Se oyó el grito de la bastura: “¡Machín que en medio de las piernas te caben una pelea de perros!” Casi todo el mundo rió el exhabrupto menos el cantante cubano que aguantó estoico la embestida chabacana.
Y lo mismo que en los discos, la voz directa de Machín fue sonando un collar de canciones, perla a perla, por los arroyos internos de la sentimentalidad alcalaína:”Yo sé que tienes novio”; “Corazón loco”; “El Manisero”; “Dos Gardenias”; “El compromiso”; “Tengo una debilidad”; “Amar y vivir” y la traca final al coreo del público viniéndose abajo: “¡Machín, Angelitos negros! ¡Angelitos negros! ¡Angelitos negros!”.
Pintor si pintas con amor
porqué desprecias su color
si sabes que en el cielo
también los quiere Dios.
Y remacha el alegato antirracista el negro cubano:
Aunque la Virgen sea blanca
pinta angelitos negros.
Una canción protesta a la que la música ahogó su mensaje. Nadie se había parado a pensar en serio, sino era desde la sensiblería, de la lágrima cocodrila qué demonio era eso del “apartheid”, de la segregación racial. Ni porqué a Murillo, Greco, Velázquez o Zurbarán iluminaron el caletre y tuvieran en estado de gracia de pintar, a los pies o en los rompimientos de gloria, ningún angelito moreno. La iconografía religiosa siempre pintó de blanco.
Cantó Machín en Alcalá y aquella noche todas las campanas sentimentales se echaron al vuelo. Un negro cantando en color (o en colores) en un paisaje de tonalidades grises, pero con la ilusión, toro bravo por dentro, y el imposible olvido de la hiedra negra de la posguerra trepando por el esqueleto de la negra memoria.
Después de una guerra hubo canciones y hasta amanecía en las galerías interiores. Pan y canciones. Pan y Machín “se vive solamente una vez / hay que aprender a querer y a vivir”. Eso mismo. Vamos a tomarnos una copita en lo de Arroyo ya que la veta está “mu” mala. ¡Que sabe Dios cuando vendrá otra vez Machín a Alcalá!
Cuando Curra la “Gitana”, vio el retrato anunciador de Machín a la puerta del Cine, si se calla se ahoga: “Ojú el gachó, es más negro que lo que una lleva sufrío”. Y es que a la morena Curra le sabía la boca a sangre –como a una vieja cantaora de Jerez- cuando se acordaba de lo que había vivido y eso le pasó a muchos alcalaínos, casi a todos ¡Qué importa que los angelitos sean negros!. ¡Qué importan que los angelitos sean blancos!, los angelitos, como las aves, tienen alas: así que vuelen, que vuelen, que no dejen de volar, sin importarles su color.
Jesús Cuesta Arana

miércoles, 18 de febrero de 2009

EL TORO "CIRIACO"


Era costumbre inmemorial en Alcalá de los Gazules (que alcanzaron nuestros abuelos, y aun algunos más mozos) el celebrar las grandes solemnidades con festejos de toros al modo popular español antiguo. Así, el antiguo “Sábado de Aleluya”, la Fiesta de San Jorge, Patrono del pueblo (23 de abril) y el día de la Cruz (3 de mayo), se corrían toros de cuerda o gayumbos. Una vez, por ejemplo, los echaron hasta de noche. Y en época más nueva, hemos conocido los encierros de los que iban a servirse en el mercado del día siguiente, haciendo la propaganda a los carniceros y las delicias del pueblo sencillo.
Pero el protagonista del mejor episodio, el que ha quedado para perpetua memoria como el toro más bravo que se ha corrido en el pueblo, fue uno de la vieja ganadería de Don Joaquín Eusebio de Puelles. Aquel toro fue un animal noble y de garbo, de bonita piel, al que los vaqueros y conocedores llamaron indebidamente “Ciriaco”, pues este nombre es más bien de persona que de animal. Pero el pueblo tiene sus gustos...
Fue “lidiado” el Sábado del Aleluya de 1861, después de un emocionante y continuo correr por calles y plazas, arrastrando la soga suelta en que iba amarrado, y dándole los que podían cierto gobierno a su marcha con palos y cordalazos, mientras otros arrojaban piedras y rehiletes desde las rejas. En todos los altos y defensas urbanas (y entonces había muchos “cierros” y ventanas bajas) se encaramaban los vecinos, sin que por lo general nadie se atreviera esa vez a colocarse delante del toro: desde el comienzo se experimentó en la propia carne que era de una casta excepcionalmente pujante. Fuéronle corriendo por delante o por detrás, según el animal movía las orejas o la cola. Y era de ver las caras del vecindario: los había temerosos que huían a mil leguas de los cuernos, felices que bravuconeaban jugándose el tipo, quienes daban de batacazos al mal correr y quienes se asombraban inteligentemente del caso y desde seguro lugar ponderaban la aguja del bicho. El toro bramaba, con un gemido fuerte y espantoso que producía un desasosiego general y, por rebote, brotaban otros muchos gritos de los paisanos alarmados. Entre estos no faltaron unos cuantos marchosos que medio dirigían el espectáculo, gente de armas tomar en la materia, matarifes experimentados o ganaderos de zapatos de vaca llenos de clavos, que resonaban y resbalaban dificultosamente sobre las piedras en las frecuentes arrancadas del toro y consiguientes escapadas de la multitud.
En realidad, no se sabía cual era el mayor peligro, si el arremeter de la fiera o el correr sin tino la atropellada turba, a veces por empinadas cuestas de guijos resbaladizos, salpicadas de desniveles. Había también otro pormenor que estremecía la epidermis de los nerviosos: el cimbrar de la maroma al doblar una esquina, tirando los carniceros por un extremo y el toro por otro. Si el animal enrollaba a su paso cuanto encontraba, la cuerda dejaba sus desconches por doquier, siendo también muy peligroso cogerla y cosa temible pisarla.
Había salido “Ciriaco” del matadero viejo, en la calle de Manuel Mª Espinosa o callejón de la Soledad; se presentó enseguida en la Plaza de San Jorge, y apenas puso las patas en ella cuando dejó tendido a 7 hombres, 7, con heridas más o menos graves. Hubo que tomar precauciones, pero nadie pensaba en retirar a aquel bicho prodigioso. A poco se organizó la muchedumbre en una marcha mitad dramática y mitad festiva, calles abajo, pero los más osados, a más de 40 varas de distancia del animal. Tampoco fue esto suficiente, porque desde las 12 de la mañana en que empezó el recorrido desde la Plaza Alta hasta la alameda de los Pozos, no dejó de haber víctimas del toro y de las caídas ocasionales. “Ciriaco” tenía una agilidad que más parecía de tigre que de toro.
En vista del gran peligro, pudo ser encerrado a las 3 de la tarde en el corral de la Victoria, y una hora después, todavía con un brioso arremeter causador de destrozos en personas y cosas y sin revelar el menor cansancio, lo recondujeron al matadero.
Por una de esas leyes psicológicas que el pueblo tiene, que había sufrido tanto con el toro, se entusiasmó con él. Llegó a pedir al Alcalde que no se matara hasta el día siguiente, para prolongar la fiesta. La primera autoridad municipal así lo concedió.
No digamos nada, pues, de la expectación existente, y de la admiración y sorpresa que causó verlo al otro día tan ágil y valiente como el anterior, no obstante haber perdido el animal las pezuñas y ofrecer huellas de heridas y desgarros en buena parte de su fina lámina. Otra vez, bandadas de mozuelos acompañaron al segundo desfile, tocando caracoles de los que en la montanera se utilizan para llamar a los cerdos, y con esquilas y cencerros, mientras más gordos, mejor (en eso está la gracia). En medio del entusiasmo, se hizo subir a “Ciriaco” el par de escalones de la casa del ganadero, que estaba en Barrio Nuevo, siendo el animal lanceado en el patio con capas, desde las ventanas del piso alto, y sacándose luego al bicho por la puerta falsa, atravesando puertas y corrales.
Días después pusieron a secar y exhibir la piel del toro en la Plaza de la Cruz, frente a la casa del culto doctor don Miguel Centeno. Hombres y mujeres se acercaron a contemplar el despojo; los chiquillos formaron un corro perpetuo a su alrededor, y hasta los azacanes o aguadores detenían los burros, señalando con sus varas aquel “trofeo” glorioso (como ante las ruinas de Sagunto) y exclamaban admirados: -¡La piel de “Ciriaco”!
Esta costumbre del toro de cuerda –un tanto arriesgada y primitiva, hay que reconocerlo- duró en Alcalá hasta fines del siglo pasado, en uno de cuyos años los toros dieron muerte a tres hombres. Era ministro de la Gobernación el señor La Cierva, quien, informado del caso, abolió este espectáculo para siempre. Pero contemos para terminar otra anécdota del género.
Un gayumbo le sirvió en unas elecciones a un conspicuo político local para poder ganarlas. Habiendo requerido la oposición conservadora al notario de Medina, llevaron los liberales del alcalde un novillo que iba a ser sacrificado ante la casa en que se hallaba el buen notario, obligándole a permanecer encerrado más de dos horas, tiempo en que se cerraron los colegios y extendieron las actas sin que la fe pública pudiera presenciar cómo se había guisado el electoral “cocido”. Este notario reclamó, pero es que no era del pueblo de las corridas de cuerda. Aquí nadie denunciaba nada por estos motivos “taurófilos”. Se dio el caso de que, a pesar de quedar algunos tullidos, nadie daba parte al Juzgado ni reclamaba indemnizaciones.
Para colmo, aún causó más extrañeza otra curiosa reacción popular: que, dado el frenesí por esta fiesta, al año siguiente de suprimida, nadie protestó por ello. Claro que algo influyó la “institucionalización” del espectáculo con la creación de nuestra bonita -¡ay!- plaza de toros...
Fernando Toscano de Puelles

miércoles, 11 de febrero de 2009

VISTA DE ALCALÁ DE LOS GAZULES

¿Te acuerdas? Era el 30 de Enero de 2006.
Nuestro agradecimiento a Pepe Velázquez.

miércoles, 4 de febrero de 2009

LAGARTIJILLA O EL SONIDO DE SU MEMORIA

En una vieja revista taurina, leo una brevísima referencia de dos líneas sobre la existencia de Lagartijilla, donde se apunta que nace en Alcalá y su signo trágico. Aquella noticia queda varada en mi mente y con el tiempo rescato citas biográficas de la zonas de sombras. Ya que se sabe muy poco de su vida y obra.
Tirando de archivo e indagando, encuentro estas notas o aproximaciones a gruesos rasgos que paso a consignar:
Fernando Melitón Romero Marín, ve la luz primera en Alcalá de los Gazules un 10 de marzo de 1882. Hijo de Fernando y de Francisca (no constan más referencias ni orales, ni escritas).
Debe de sentir pronto la punzada del toreo. Se sabe que en 1894, torea Manuel Díaz "Agualimpia" en una novillada de feria, en la vieja Plaza de Toros del Paseo de Mochales. Fernando -un zagal de doce años- hace buenas migas con éste diestro gaditano y unos años después embarca con él -a la aventura- para Méjico. Por aquellas tierras arranca su carrera taurina. Unas veces, como era costumbre en la época, actúa de banderillero y otras de matador (media espada).
Por sus magníficas cualidades, no tarda Rodolfo Gaona en poner la vista en él y lo regresa a España integrado en su cuadrilla como peón de confianza, cuando el torero alcalaíno tiene un bolsillo lleno de ilusiones y el otro vacío de dinero.
Habla que tener en cuenta que el "León de las Aldamas" -remoquete del torero azteca- ha sido uno de los espadas de gran trascendencia en la Historia del Toreo.
Planta cara a José Gómez Gallito y a Juan Belmonte. Causa Lagartijilla tan buena impresión en la corrida inaugural de la temporada madrileña que la crítica lo pondera como un excelente subalterno.
Después de una breve estancia en Alcalá para ver -después de tanto tiempo- a la familia y a los amigos. Impregnado por sus recuerdos de la niñez, toma el primer tren que va hacia Madrid, donde lo espera el maestro, para lidiar una corrida de Concha y Sierra.
Un cartelazo: Rafael el Gallo (nacido el mismo año que Lagartijilla), Vicente Pastor y Rodolfo Gaona.
Fecha: 25 de Abril de 1909. (Un siglo ya). Un día señalado por los negros hados o los malos vientos.
Tocan a banderillas en el último toro de la tarde de nombre Merino, Lagartijilla duda en la suerte, sale trompicado y cae ante la cara del astado que le asesta una terrible cornada en el cuello. Pocas cogidas -según las crónicas- impresionan tanto por su fuerte carga dramática.
El banderillero alcalaíno en la flor de la edad deja inédita su extraordinaria valía. "El torero que habría de hacerse notar entre muchos", en la certera pluma de Ginés Carrión en la revista Sol y Sombra. La prestigiosa revista Nuevo Mundo, publica un reportaje fotográfico sobre el infortunio de Lagartijilla.
No se hizo verbo ni carne el quejío hondo:
A la muerte le pedí
que cuando echara sus cuentas
no se acordara de mí.
El mismo día de aquella negra tarde -aquí viene lo insólito-, la banda juvenil del Colegio de San Fernando de la Diputación de Madrid ¡25 de abril de 1909! estrena un pasodoble compuesto por José Martín Domingo: "Lagartijilla".
Esto ocurre a las doce del mediodía y por la tarde el torero está ya de cuerpo presente. El luctuoso hecho impresiona tanto al célebre músico que prohíbe y oculta el tema musical. Recapacita el maestro y unos años después, 1912, en un clima de emoción incontenible, en el templete madrileño del Parque del Retiro, la Banda Municipal dirigida por el profesor Villa, da batuta de nuevo a la memoria sonora de Lagartijilla.

En Alcalá de los Gazules, la Peña Ruta del Toro va a hacer sonar de nuevo -después de cien primaveras- éste pasodoble universal como herencia de Fernando Romero "Lagartijilla", en la tierra de sus primeros vientos. Donde todavía -en la atmósfera reinante- siguen brotando en un latente jardín interior las rosas y los pensamientos; templando la brisa que se mueve por los caminos del tiempo. En una suave y eterna danza, con el recuerdo de un alcalaíno que sucumbió a la sombra de la tragedia vestido de luces y con la música sonando por él.
Jesús Cuesta Arana, 2009

Dentro de los actos del IX CICLO CULTURAL TAURINO 2009.

El tiempo que hará...